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Las cámaras de seguridad no han probado su eficacia para combatir el crimen, pero sí han probado su utilidad para invadir la privacidad y encarcelar gente injustamente.

Las cámaras de seguridad no han probado su eficacia para combatir el crimen, pero sí han probado su utilidad para invadir la privacidad y encarcelar gente injustamente.

Candidatos a las próximas elecciones han propuesto instalar cámaras de vigilancia como respuesta a la inseguridad de las ciudades. Por su parte, el proyecto de ley del código de policía aprobado en primer debate en el Congreso dispone que la Policía implementará un sistema de vigilancia para la seguridad a través de cámaras. Pero no solo eso. También se aprobó que todas las cámaras públicas y privadas instaladas en espacio público, áreas comunes y lugares abiertos al público se enlazarán a la red de la Policía.

¿Por qué esto es grave -preguntarán algunos- si el que nada debe nada teme, si las cámaras reducen la criminalidad y sirven de prueba en contra de delincuentes?

Primero, no es claro que las cámaras disminuyan la criminalidad. Los estudios sobre su efectividad no son coincidentes ni contundentes en mostrar reducciones en el crimen, como lo demuestran Welsh y Farrington en una investigación del año 2002. Para estos estudios, las cámaras reducen la criminalidad en unos lugares y en otros no. Reducen ciertos delitos y otros no. Cuando reducen un crimen en un lugar donde hay cámaras, se incrementa en otro donde no hay cámaras, generándose un efecto de desplazamiento del delito pero no de reducción. Más aún, si las cámaras fueran tan efectivas en prevenir el delito, el valor de los robos en los grandes almacenes de cadena no hubiese sido de 95.351 millones de pesos en el año 2014, como lo revela el Censo Nacional de Mermas y Prevención de Pérdidas. Ojo, no estoy hablando de tiendas de barrio sino de grandes supermercados, en los que para nadie es un secreto que hay cámaras de vigilancia.

Y segundo, a través de las cámaras de vigilancia se podrían cometer arbitrariedades. Imagínese esto: un día usted compra clavos en una ferretería. Después entra a un supermercado en el que compra papel de aluminio. De regreso a su casa, recoge unas piedras que se encuentra en el piso.

Hasta acá todo bien. El problema es cuando al día siguiente hay una protesta social, los manifestantes causan daños graves en casas y carros ajenos, y la ciudadanía y los medios empiezan a presionar a la Policía para que capture a los responsables. Usted –un ciudadano cualquiera que compra clavos para colgar un cuadro en su casa, que compra el papel de aluminio con el que envuelve su almuerzo de todos los días y que se encontró unas piedras para decorar su jardín- es tan de malas que es capturado, así después el proceso penal no llegue a nada.

¿Por qué? Porque la Policía lo vigiló a través de todas las cámaras de seguridad públicas y privadas de la ferretería, el supermercado y la calle, y que están enlazadas a su red. Además, a los policías les pareció que su perfil coincide con el que ellos creen infundadamente que asiste a una protesta social a cometer delitos: persona que “sospechosamente” adquiere algunos de los elementos utilizados para hacer papas bombas (clavos, papel de aluminio y piedras).

La pregunta que nos tenemos que hacer como sociedad es si estamos dispuestos a ceder en nuestra privacidad, vivir en ciudades panóptico e invertir recursos públicos en cámaras cuando no hay evidencia empírica clara sobre su efectividad en la reducción del crimen y cuando hay riesgos de que el Estado abuse de ellas. Tal vez valdría más la pena analizar otras medidas menos lesivas de derechos como iluminar mejor las calles o mejorar las técnicas de investigación criminal.

Con esto no digo que algunos usos de la vigilancia no sean buenos. Pero mientras no se pruebe la eficacia de este tipo de vigilancia, las cámaras que actualmente hay en las ciudades solo seguirán sirviendo para producir un círculo vicioso: alimentan el amarillismo de los noticieros que nos muestran diariamente cientos de videos de atracos, lo que aumenta nuestra percepción de inseguridad y lleva a que dócilmente aceptemos esta vigilancia.

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