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Hace año y medio el expresidente Uribe acusaba al presidente Santos de ser un desleal. Hoy lo acusa de ser un traidor y un canalla. ¿Cómo se explica semejante altercado entre dos jefes de Estado? La bravuconería de Uribe y la persistencia de sus aspiraciones políticas son, sin duda, parte de esa explicación.

Hace año y medio el expresidente Uribe acusaba al presidente Santos de ser un desleal. Hoy lo acusa de ser un traidor y un canalla. ¿Cómo se explica semejante altercado entre dos jefes de Estado? La bravuconería de Uribe y la persistencia de sus aspiraciones políticas son, sin duda, parte de esa explicación.

Hace año y medio el expresidente Uribe acusaba al presidente Santos de ser un desleal. Hoy lo acusa de ser un traidor y un canalla. ¿Cómo se explica semejante altercado entre dos jefes de Estado? La bravuconería de Uribe y la persistencia de sus aspiraciones políticas son, sin duda, parte de esa explicación.

Pero creo que hay algo más. Algo que está en nuestra cultura y que le da a esa disputa una legitimidad social que no tendría en otros países.
Me refiero a la manera como valoramos en Colombia la lealtad. Los comportamientos vistos como desleales, entre amigos, familiares, colegas o simplemente entre copartidarios, son juzgados aquí con una dureza que no es fácil de encontrar en otras latitudes. ¿Por qué razón? A mi juicio, por el tipo de sociedad que tenemos; una sociedad en donde la suerte de la gente depende mucho de los contactos que tiene y de las palancas que consigue. Muchas personas saben (porque lo han vivido) que sus relaciones personales cuentan más que sus méritos o su esfuerzo. Por eso ven la realidad social como un entorno dividido en tres grupos: los amigos, los enemigos y los otros; a los primeros se debe lealtad, a los segundos hostilidad y a los demás, indiferencia. Al respecto, alguien dijo alguna vez lo siguiente: “a mis enemigos, palo, a mis amigos, miel, y al indiferente, la ley vigente”. Pero incluso a los indiferentes se les exige una cierta lealtad; por eso hay tanto odio contra los llamados “sapos”: porque son indiferentes (en una calle o en un parque) que se pasan al lado de la autoridad, la cual es vista como enemiga.
La lealtad es, entre nosotros, un valor que, con frecuencia, cuenta más que el respeto, la verdad o el amor. Aquí, las amistades se deshacen con facilidad cuando una de las partes empieza, sin maldad de por medio, a pensar de otro modo o a ver las cosas de manera diferente. Semejante disonancia es vista como falta de lealtad y frente a eso no hay afecto que valga.
En Colombia se asocian las afinidades ideológicas con la amistad y viceversa: si piensas como yo, qué tipo tan chévere, pero si piensas distinto, qué tipo tan antipático (lo mismo que aquello de que los amigos de mis amigos son mis amigos y que los enemigos…). Siempre he pensado que un indicador de civilización en una sociedad es el porcentaje de amigos o de colegas que no comparten afinidades ideológicas o religiosas. Mientras más alto ese porcentaje, más civilizada me parece esa sociedad. Un grupo mafioso tendría un resultado muy cercano a cero: allí las amistades son fuertes, pero están condicionadas por la lealtad. Me temo que hay mucho de eso en la sobrevaloración que aquí hacemos de la lealtad.
Con esto no quiero decir que la lealtad sea un valor sin importancia; lo que digo es que no puede estar por encima de otros valores. La lealtad que debemos a alguien, decía un célebre soldado británico llamado Liddell Hart, es una cualidad noble, pero siempre y cuando no anule la lealtad que debemos a la verdad y a la decencia.
Quizás todo esto ayude a explicar los excesos a los que ha llegado la pelea entre Santos y Uribe. Entre ambos hay diferencias sociales, culturales e ideológicas. Pero todas ellas serían irrelevantes si no hubiese habido deslealtad (traición, si se quiere) por parte de Santos y, sobre todo, si Uribe no viese dicha deslealtad como un pecado que el derecho de Santos a pensar y gobernar a su manera no puede borrar.

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