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Todos los países tienen en su pasado un gran acontecimiento que es algo así como el mito fundador de su nacionalidad.

Todos los países tienen en su pasado un gran acontecimiento que es algo así como el mito fundador de su nacionalidad.

En Francia, por ejemplo, está la toma de la Bastilla, el 14 julio de 1789; en los Estados Unidos está la Declaración de Independencia, el 4 de julio de 1776, y en España está el ingreso de los reyes Católicos a Granada, el 6 de enero de 1492 y también el descubrimiento de América, el 12 de octubre de ese mismo año.

Para los colombianos el acontecimiento fundacional ocurrió el 20 de julio de 1810. En esa ocasión, en medio del colapso de la monarquía española, ocasionada por la invasión francesa de la península ibérica y a raíz de un descontento popular originado por la negativa de un comerciante chapetón (José González Llorente) a prestar un florero, se firmó en Bogotá el Acta de Independencia.

Sin embargo, es difícil convertir este evento en el gran mito fundador de nuestra historia (quizás la batalla de Boyacá del 7 de agosto de 1819 tenga más entidad para ese propósito). Lo ocurrido el 20 de julio fue más bien un bochinche, producto de una coyuntura mundial que se impuso a los criollos. Y lo que vino después del 20 de julio es aún menos propicio para alimentar glorias. Las pugnas constantes entre facciones políticas centralistas y federalistas que tuvieron lugar durante los 6 años posteriores al Acta de Independencia son tan poco ilustres que a ese período de nuestra historia se le ha puesto el nombre de “Patria Boba”. Es quizás por esto que Daniel Pécaut dijo alguna vez que uno de los problemas de Colombia es que carece de grandes mitos fundacionales.

Pero si bien los hechos que vinieron después del 20 de julio no evocan ningún pasado épico, ni hay en ellos epopeyas memorables, sí fueron experiencias históricas de las cuales podríamos aprender más de lo que hemos aprendido hasta el momento. La experiencia de la Patria Boba es la de una conflictividad violenta que se repite de manera recurrente a lo largo de nuestra historia (con excepciones, claro). En la historia de todos los países hay, por supuesto, conflictos y violencia; incluso guerras terribles y devastadoras. Pero en muchos de ellos los horrores de la guerra han tenido un efecto renovador y reconstituyente. La violencia colombiana, en cambio, nunca ha sido aleccionadora. Al contrario, ha sido difusa, persistente y degradante; una violencia de baja intensidad, pero endémica, corrosiva e inútil que, en lugar de darnos un motivo para sobreponernos, nos ha envilecido.

El mejor ejemplo de lo que digo son los 50 años que llevamos de conflicto guerrillero y cuyo fin puede estar próximo, si las negociaciones en La Habana terminan bien. Son cinco décadas de violencia, en donde casi todos los actores del conflicto salen perdiendo. Tantos años de guerra para dejar un país con unas extremas políticas arrogantes y miopes y una sociedad civil llena de odios. Cuántos muertos para terminar con un conjunto de reformas sociales que habrían podido hacerse hace 40 años, pacíficamente y por las vías legales.

Así y todo, si se logra la paz con las guerrillas, este acuerdo podría ser la oportunidad para acabar con esa violencia difusa e inconducente que nos impide avanzar.

Por eso tengo la esperanza de que el próximo 20 de julio, en 2015, podamos celebrarlo en paz y con la idea de estar construyendo un nuevo mito fundador de nuestra nacionalidad. Solo exagero un poco si digo que eso sería algo así como el puntillazo final que le daríamos a la Patria Boba.

De interés: Colombia

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