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La pelea no es entre Bogotá y Medellín, sino entre paisas progresistas y paisas reaccionarios. A raíz de la fricción entre el gobierno y un poderoso grupo de empresarios, en este texto corto y magistral se revive la historia de una Antioquia que jalonó el progreso y la modernidad en medio de un país pacato, y la de otra Antioquia que en los últimos tiempos ha estado al frente de la extrema derecha. ¿Quién prevalecerá?

La pelea no es entre Bogotá y Medellín, sino entre paisas progresistas y paisas reaccionarios. A raíz de la fricción entre el gobierno y un poderoso grupo de empresarios, en este texto corto y magistral se revive la historia de una Antioquia que jalonó el progreso y la modernidad en medio de un país pacato, y la de otra Antioquia que en los últimos tiempos ha estado al frente de la extrema derecha. ¿Quién prevalecerá?

Paisa contra paisa

Una parte de la élite antioqueña está descontenta con el gobierno Santos. Según ellos, el Presidente atenta contra los intereses del departamento y le impone su centralismo bogotano (ver revista Semana del 22 de febrero).

Sin embargo, en el fondo, la pelea es menos regional que política y se traduce, para decirlo en plata blanca, en un enfrentamiento entre élites uribistas y santistas o, para ponerlo en términos ideológicos, en un duelo entre un proyecto conservador radical —con fuerte arraigo terrateniente y clientelista — y un proyecto también conservador, pero empeñado en introducir algo de modernidad y equidad social, sobre todo en el campo.

Lo paradójico es que la rabia de estos paisas se dirige contra los responsables del proyecto reformista de Santos, que son todos antioqueños: el ministro de Agricultura, Juan Camilo Restrepo; el director del Instituto Colombiano de Desarrollo Regional (INCODER), Juan Manuel Ospina, y el superintendente de Notariado y Registro, Jorge Enrique Vélez.

Esto me recuerda — es increíble cómo las historias se repiten— las tensiones a mediados de los años treinta entre el gobierno reformista de López Pumarejo y las élites conservadoras antioqueñas, que se oponían a sus reformas sociales.

En esa época, el periódico El Diario de Medellín publicó un editorial contra el ministro de Educación Luis López de Mesa, antioqueño él y de pura cepa. Según el editorial, cuando el antioqueño prolonga su estadía en la capital, se corrompe: “Siempre hemos sostenido que entre los infinitos enemigos mortales de Antioquia en todo el país, ninguno es tan feroz, tan agresivo y tan artero como el antioqueño que sale de su tierra y logra establecerse con algún brillo en Bogotá” [1].

Modernidad y espíritu libertario

Volviendo al presente, estos antioqueños descontentos no deberían desconocer que hay otras visiones de Antioquia. Más aún, creo que los mejores momentos de la historia de esa región fueron aquellos cuando se defendieron proyectos moderadamente liberales, muy diferentes de los que proponen estos antioqueños descontentos de hoy.

El impulso modernizador en Antioquia llegó muy temprano, a finales del siglo XVIII, con el visitador Juan Antonio Mon y Velarde, quien reformó la estructura agraria y sentó las bases para el desarrollo de la minería.

Con la independencia vino un proyecto social innovador, ideado por un grupo de intelectuales — José Manuel Restrepo, Juan del Corral y Félix de Restrepo, entre otros —quienes creían en el valor del trabajo, en la libertad de empresa y en la creación de un orden sociopolítico fundado en una moral laica.

Ese proyecto se fue haciendo realidad gracias a una economía minera que facilitó (a diferencia del sistema de hacienda imperante en el resto del país) la salida de la pobreza y el vasallaje de una buena parte de la población. El espíritu libertario de los antioqueños y su actitud altiva e igualitaria se forjaron en ese período de la historia paisa.

Educación e instituciones innovadoras

Durante todo el siglo XIX y buena parte del siglo XX, Antioquia fue un territorio relativamente aislado de la violencia, gobernado por políticos conservadores, moderados y pragmáticos, que creían en el poder redentor de la educación y en la necesidad de proteger los bienes públicos.

A comienzos del siglo XX, Antioquia tenía un sistema educativo más amplio que el de los demás departamentos del país. “Las clases dirigentes y los padres – dice Humberto Quiceno – le daban gran importancia al hecho de que sus hijos fueran a la escuela” [2].

A finales del siglo XIX surgieron pensadores determinantes para el desarrollo económico y cultural de la región, entre quienes se destacaron Marco Fidel Suárez, Tomás Carrasquilla, Baldomero Sanín Cano, Fidel Cano, Alejandro López y Rafael Uribe Uribe. Y se crearon instituciones innovadoras: la Sociedad de Mejoras Públicas (creada por Carlos E. Restrepo y dirigida luego por Ricardo Olano) y la Escuela de Minas (impulsada por Tulio Ospina Vázquez), dos de las expresiones más notables de este espíritu progresista y modernizador que hizo grande a Antioquia.

La religión, por su parte, tenía una enorme importancia en la vida de los antioqueños pero, al no ostentar el poder institucional — ni la pompa, ni las jerarquías que tenía en Popayán o en Bogotá — estaba más cerca del pueblo que en el resto del país y así contribuía mejor a la realización de los fines sociales y económicos de la gente humilde y emprendedora.

Crisis, desmoralización y alianzas perversas

El progreso de Antioquia empieza a decaer a mediados del siglo XX con la crisis de la industria, la violencia política entre liberales y conservadores y el crecimiento indiscriminado de Medellín. A todo lo cual se sumó, en los setentas y ochentas, la crisis de la banca y el surgimiento del narcotráfico.

Ante semejantes desafíos, una buena parte de la élite culta y moderadamente liberal empezó a desfigurarse: algunos no resistieron las presiones provenientes del narcotráfico y otros muchos perdieron su sentido de lo público — ante el aumento de la conflictividad social, de las amenazas de la guerrilla y de la crisis de los negocios — y se aliaron con lo peor del clientelismo político nacional, adoptando la combinación de medios legales e ilegales de lucha contra sus enemigos ubicados en la subversión y en los movimientos sociales contestatarios.

Iglesia intolerante

Entre tanto, las jerarquías de la Iglesia antioqueña se volvieron inquisidoras e intolerantes, no sólo con la nueva sociedad urbana, más secular y más pluralista, sino con las manifestaciones críticas que surgieron en su propio seno con ocasión de los célebres documentos de Medellín, pieza clave del movimiento conocido como Teología de la Liberación.

En esa lucha se forjaron inquisidores magistrales, como Alfonso López Trujillo— de origen paisas y fiel descendiente de monseñor Miguel Ángel Builes — quien se oponía a toda expresión de liberalismo y tolerancia social.

Sus discípulos actuales, en la Curia de Medellín, en la Universidad Pontificia Bolivariana y en el periódico El Colombiano, siguen más empeñados que nunca en la defensa de una sociedad católica, antiliberal y premoderna. Nunca estuvieron tan cerca de lograr ese propósito como durante los ocho años de la presidencia del Álvaro Uribe Vélez, y si hoy en día ven cómo ese proyecto se desvanece, culpan de ello al actual presidente, a su séquito bogotano y — claro —a los antioqueños “degradados” que viven en Bogotá.

¿Cuál prevalecerá?

Por fortuna, esta veta modernizante no se ha perdido y en la actualidad está representada por el gobernador Sergio Fajardo, por el alcalde Aníbal Gaviria y por una nueva generación de jóvenes inquietos y emprendedores, muchos de ellos formados por docentes depositarios de lo mejor de la tradición moderadamente liberal y progresista antioqueña que enseñan en la Universidad de EAFIT y en la Universidad de Antioquia.

Sin embargo, esa nueva generación, a pesar de haber ganado las elecciones pasadas, está lejos de haber vencido a sus contradictores y mucho más lejos aún de haber recuperado la posición hegemónica que tuvo en épocas anteriores. El reciente fallo del Procurador contra el exalcalde Alonso Salazar es una buena muestra del tamaño de los enemigos que enfrentan esta nueva generación de dirigentes antioqueños moderadamente liberales.

En la actualidad hay, pues, dos Antioquias enfrentadas: no sólo en las urnas (como ocurrió en octubre pasado), sino también en la prensa, en la academia y hasta en los estrados judiciales. Nada permite, por el momento, vislumbrar cuál de las dos ganará la partida.

Por eso los antioqueños que están bravos con el presidente Santos — y con los bogoteños que trabajan con él —deberían hacerlo en nombre de su ideología y no de su departamento.

De interés: 

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