El honor y la ley
Mauricio García Villegas marzo 7, 2015
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En alguna ocasión me encontré con un colega extranjero que se quedó a vivir en Colombia. Le pregunté cómo estaba y me dijo que muy bien, que le encantaba viajar por el país y disfrutar de la diversidad de climas, frutas y paisajes.
En alguna ocasión me encontré con un colega extranjero que se quedó a vivir en Colombia. Le pregunté cómo estaba y me dijo que muy bien, que le encantaba viajar por el país y disfrutar de la diversidad de climas, frutas y paisajes.
¿Y con la gente cómo te va?, le pregunté, y me respondió lo siguiente: los colombianos son muy amables, pero me molesta un poco la importancia que le dan al “quién es quién”, a los apellidos, a los honores y a los títulos.
Cuento esta historia a propósito de dos eventos que ocurrieron esta semana. El primero es un video en donde un tal Nicolás Gaviria, pasado de tragos, agrede a unos policías que lo quieren detener por escandaloso, pero se paralizan cuando Gaviria saca a relucir su parentesco (muy lejano, después se supo) con el expresidente César Gaviria. Más que la majadería de este personaje, lo que me sorprende es la reacción inquisitorial de quienes quieren llevarlo a la cárcel (piden ocho años de encierro), como si su comportamiento, a todas luces reprochable, no fuera una actitud más o menos generalizada en este país.
El segundo evento me sorprende un poco más. Se trata de un libro titulado La estirpe de los Santos. De la libertad de la patria a la paz de Colombia, que Fernando Carrillo, en su calidad de embajador en España, regaló en días pasados a políticos y periodistas europeos. A diferencia de Gaviria, el comportamiento de Carrillo no tiene nada de ilegal (el libro fue escrito y financiado por un particular), pero como regalo no sólo es de pésimo gusto (sobre todo para un europeo), sino que es muy probable que quienes lo recibieron hayan terminado, sólo con leer el título, rebajando la estima que tenían por el presidente Santos.
El regalo del embajador es una prueba más del peso que todavía tiene en nuestras élites (incluso entre sus representantes más cultos y con más mundo, como Fernando Carrillo) esa herencia cultural de la España clásica que tiene el honor en mayor valía que todo lo demás. No hay cosa más estimada en este mundo, decía Castillo de Bobadilla, un jurista del siglo XVI, “… que la buena fama y honra del hombre, pues se prefiere a la vida y a la hacienda”. Y también se prefiere a la legalidad. Un ejemplo actual de esto es la cantidad de criminales engreídos que están dispuestos a perder su vida antes que su honor de villanos. Pablo Escobar era uno de ellos. De él, y de tantos otros, se podría decir lo de Rinconete, el personaje de Miguel de Cervantes: “¿Es vuestra merced por ventura ladrón? Sí —respondió él— para servir a Dios y a las buenas gentes”.
Dos siglos de historia republicana no han podido desterrar la herencia cultural que pone las dignidades y las estirpes por encima de la igualdad. ¿Cómo es esto posible? Muy sencillo, digo yo: es la falta de un espacio público en donde los niños y los jóvenes de todas las clases sociales se junten y aprendan a convivir y a ser ciudadanos. Ese espacio lo proporciona la educación pública. Pero aquí esa educación está segregada por razones de clase social. Nada de extraño tiene entonces que los ricos sólo vean a los pobres como subordinados, incluso cuando esos pobres son autoridades de Policía.
Quizás mi colega extranjero tiene razón cuando sugiere que el rasgo típico del colombiano es esa obsesión por querer ser más de lo que realmente es y por empeñarse en que los demás se lo reconozcan. Como dice el dicho español, “Don Nadie por ser Don Alguien y Don Alguien por ser Don Mucho, ninguno está en su punto”.
Cuasi adenda: el día en que la cultura ciudadana se generalice ya no será necesario hacer marchas por la vida, como la de mañana. Mientras tanto, hay que marchar.