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EN EL JUEGO DE LA VIDA, DANIEL Santos cantaba lo siguiente: «Cuatro puertas hay abiertas / Al que no tiene dinero / El hospital y la cárcel / La iglesia y el cementerio».

EN EL JUEGO DE LA VIDA, DANIEL Santos cantaba lo siguiente: «Cuatro puertas hay abiertas / Al que no tiene dinero / El hospital y la cárcel / La iglesia y el cementerio».

EN EL JUEGO DE LA VIDA, DANIEL Santos cantaba lo siguiente: «Cuatro puertas hay abiertas / Al que no tiene dinero / El hospital y la cárcel / La iglesia y el cementerio».

Santos escribió esa canción hace muchos años, cuando las ciudades latinoamericanas eran pequeñas y los países más atrasados que ahora, ¿cuánto han cambiado las cosas desde entonces para los que no tienen dinero? La cárcel sigue siendo el paradero errático de los pobres y la Iglesia ha dejado de ser el refugio material de los desamparados. En las últimas décadas, sin embargo, la clase baja tiene acceso a algunas puertas que estaban reservadas para los privilegiados. La más importante de ellas es la educación y de eso quiero hablar en esta columna.

Si se mira por el lado de la cobertura, es decir del acceso, la historia de la educación en Colombia es una historia de progreso ininterrumpido, por lo menos desde 1957 (sólo entre 2002 y 2009 la educación básica y media creció 14%). Pero esta historia es menos alentadora de lo que parece. El problema es que la puerta de la educación por la que entran los pobres es más estrecha. La educación básica no sólo está dividida según las clases sociales, es decir, los ricos y los pobres envían sus hijos a colegios diferentes, sino que los primeros (los ricos) reciben una educación de mejor calidad que la de los pobres y por eso su puerta de salida es más grande. Si se compara el estrato socioeconómico de los estudiantes con los resultados del Icfes, se ve claramente cómo los jóvenes de los colegios privados de clase alta obtienen casi siempre los mejores puestos, mientras que los colegios públicos de clase media-baja y baja obtienen puestos mediocres o malos.

Esta separación de clases es un sistema de segregación; algo así como un apartheid educativo. No es una segregación impuesta por una norma legal o constitucional; tampoco es algo defendido por los gobiernos, ni está plasmado en documentos de políticas públicas. Es algo peor que todo eso; es un hecho tozudo, que posee toda la invisibilidad y la inamovilidad de las realidades que nadie defiende ni ataca, porque no forman parte de la “agenda pública”. Como si esto fuera poco, esa segregación se reproduce luego en la universidad y más tarde en el trabajo.

No faltará quien diga que lo importante es que los pobres estudien, así aprendan menos. Pero eso es una infamia. La educación no es sólo un problema de cantidad de conocimiento, sino de formación ciudadana. En un país en donde los ricos no usan el transporte público, no caminan por las calles, no van a los parques ni a las playas donde van los pobres, ni siquiera votan en sitios donde hay pobres, la educación pública básica de calidad es la única oportunidad que tienen ricos y pobres de encontrarse y de compartir una formación común, fundada en valores ciudadanos y en lenguajes, estéticas y entendimientos similares. Douglass North, premio Nobel de Economía, sostiene que una de las claves del subdesarrollo es la ausencia de un sistema compartido de creencias básicas sobre los derechos y la ciudadanía. ¿Cómo vamos a lograr eso si los ricos y los pobres sólo se encuentran como patrones y empleados?

No es una sorpresa —por muy condenable que sea— si en ese juego desigual de la vida, el mismo del que hablaba Daniel Santos, algunos hacen trampa o deciden usar la violencia para abrir las puertas que están reservadas para los privilegiados.

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