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EN MI COLUMNA DE LA SEMANA PAsada dije que era absurdo que los árbitros del Mundial vieran menos bien las jugadas del partido que los televidentes.

EN MI COLUMNA DE LA SEMANA PAsada dije que era absurdo que los árbitros del Mundial vieran menos bien las jugadas del partido que los televidentes.

EN MI COLUMNA DE LA SEMANA PAsada dije que era absurdo que los árbitros del Mundial vieran menos bien las jugadas del partido que los televidentes.

“Es como si fueran tuertos”, afirmé en la columna; con lo cual, algunos de mis lectores dijeron que estaba utilizando un lenguaje discriminatorio, políticamente incorrecto, contra los tuertos. ¿Será posible?

Empiezo diciendo que quienes insisten en que debemos hablar de manera incluyente y no discriminatoria casi siempre tienen razón. El lenguaje no es simplemente un instrumento para decir lo que queremos. Las palabras son más que eso: son hechos que crean y recrean la realidad. El lenguaje que usamos nos hace ser como somos. Por eso, decir que algunos hombres hablan como machistas porque son machistas, es algo tan cierto como decir que terminan siendo machistas porque hablan así.

Todo eso es verdad. Pero la discriminación no está en el lenguaje, sino en la manera como se usa y en el contexto en el que se usa. La regla que manda utilizar el masculino cuando se habla de un grupo donde hay mujeres y hombres es una regla de economía verbal. Es posible, como dicen las feministas, que esa regla cargue con el pecado original de haber surgido en una sociedad machista. Pero, ¿por qué van a sentirse culpables de sexismo los muchos hombres que ni cometieron, ni cometen ese pecado y que hoy usan esa regla?

Pero no sólo la intención y el contexto son importantes, también lo son la eficacia y la estética. ¿Hasta donde debemos llevar la consigna del lenguaje incluyente?; la Constitución dice que se prohíbe la extradición de colombianos por nacimiento; ¿deberíamos reformar esa norma —y muchas más de ese tipo— para incluir a las colombianas? Si somos estrictos con esa regla de la inclusión, dijo alguna vez Héctor Abad Faciolince, vamos a terminar hablando de asesinos y asesinas, de secuestradores y secuestradoras, de estúpidos y estúpidas, de feos y feas.

Algo similar se puede decir del lenguaje discriminatorio. Las razones que se aducen para no decir tuerto o sordo ¿nos deberían llevar a no mencionar a los gordos, a los calvos, a las pelirrojas? ¿Dónde debemos marcar el límite del lenguaje ofensivo? Los tuertos, como los mancos o los cojos, existen y el lenguaje no tiene por qué ocultarlo. El problema no está en mencionar la limitación física, sino en insinuar que, por causa de ello, tales personas son inferiores a los demás. Lo malo no son las palabras, sino la manera como se usan. ¿A quién se le puede ocurrir que cuando decimos “El manco de Lepanto”, en lugar de Cervantes, o El tuerto López, en lugar de Luis Carlos López, usamos un lenguaje peyorativo?

La búsqueda de eufemismos para esquivar limitaciones físicas no sólo no sirve —las nuevas palabras terminan significando lo mismo— sino que los eufemismos pueden terminar denotando un respeto lastimero tan ofensivo como el uso discriminatorio.

La compasión es un sentimiento que enaltece al ser humano (casi digo al hombre). Pero la defensa de ese sentimiento no puede llevarnos a idealizar a los débiles, a las mujeres o a los pobres, que son personas con sus defectos y sus virtudes, como todo el mundo. La visión romántica de los débiles no ayuda en nada a las causas que se proponen defenderlos.

Las feministas y demás grupos defensores de Derechos Humanos han hecho mucho por remediar la condición de las personas que son discriminadas o excluidas. Todavía pueden hacer mucho más y sin necesidad de culpar a la lengua o de hacerla más engorrosa.

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