El magistrado caballero
Rodrigo Uprimny Yepes Julio 23, 2016
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Alejandro Martínez Caballero, fallecido esta semana, fue magistrado de la Corte Constitucional en su momento fundacional. Y tuvo un papel esencial en la construcción de la identidad y de las grandes líneas jurisprudenciales de la Corte.
Alejandro Martínez Caballero, fallecido esta semana, fue magistrado de la Corte Constitucional en su momento fundacional. Y tuvo un papel esencial en la construcción de la identidad y de las grandes líneas jurisprudenciales de la Corte.
Alejandro fue ponente de sentencias centrales de ese período, como la que, en 1992, esto es, cuando la Corte apenas iniciaba labores, defendió una interpretación amplia de los derechos fundamentales y la justiciabilidad de los derechos sociales. O también de aquellas sentencias que, en defensa de la igualdad y la autonomía, protegieron contra la discriminación a la población LGBT; u otras que armonizaron los derechos de los vendedores ambulantes con la protección del espacio público. Y muchísimas más…
Pero la labor de un magistrado se define también por sus votos. Y Alejandro nunca estuvo en el lugar equivocado. Siempre acompañó las ponencias que defendían un Estado de derecho robusto, pluralista y comprometido con los derechos, incluso si se trataba de temas políticamente sensibles, como la despenalización del consumo de drogas o el control a los abusos en los estados de excepción.
Quien estudie las sentencias de la Corte podrá encontrar estos aportes jurisprudenciales de Alejandro, y muchos más que por espacio no puedo mencionar. Pero las sentencias no permiten percibir una notable virtud judicial, que Alejandro tuvo y que pude conocer de primera mano, pues fui uno de sus magistrados auxiliares por siete años: su esfuerzo por construir consensos en la Corte, sin nunca traicionar sus principios jurídicos.
Alejandro siempre estuvo dispuesto a reformular sus ponencias para lograr, hasta donde sus convicciones jurídicas lo permitieran, sentencias unánimes. Esa actitud a veces nos exasperaba a sus colaboradores pues no sólo implicaba trabajo suplementario, sino que en ocasiones pensábamos que los reajustes le restaban fuerza a la argumentación. Pero la réplica de Alejandro era contundente. Es muy importante, nos decía, preservar la unidad de la Corte y que ésta intente hablar con una voz única y coherente pues un tribunal es algo más que la suma de sus integrantes. Y por ello Alejandro fue también económico en sus disidencias: salvó voto únicamente en aquellos casos en que su posición jurídica le impedía claramente adherir a la decisión mayoritaria, como cuando la Corte aceptó la penalización del aborto de una mujer violada, tesis afortunadamente corregida años después.
En el fondo, Alejandro tenía claro que el derecho es una práctica colectiva y que un buen magistrado debe defender su visión jurídica, pero esforzándose por construir consensos en su tribunal, para preservar la integridad de la institución y del propio derecho.
Alejandro encarnó entonces virtudes esenciales de un buen magistrado: defensa de posiciones propias, pero apertura dialógica a encontrar consensos, a fin de fortalecer a la Corte como institución. Y lo hizo con discreción, con integridad y con la amabilidad que le caracterizaba, con lo cual hizo honor a su apellido: ¡un magistrado caballero! De esos que tanta falta nos hacen.