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En su columna del domingo pasado, William Ospina dice que si lo ponen a escoger entre dos males, Santos y Zuluaga, prefiere a Zuluaga, que es el mal menor.

En su columna del domingo pasado, William Ospina dice que si lo ponen a escoger entre dos males, Santos y Zuluaga, prefiere a Zuluaga, que es el mal menor.

Nada de extraño tendría esta afirmación si no viniera de un reconocido intelectual de izquierda y defensor del proyecto chavista en Venezuela. ¿Cómo explicar esa paradoja? El santismo, dice Ospina, representa a la vieja aristocracia bogotana que ha gobernado este país sin entenderlo y de manera arrogante desde hace más de un siglo. Uribe y Zuluaga, en cambio, son un poder nuevo que, con todos sus defectos, conoce el país y no finge lo que dice.
Lo primero que suena extraño en todo esto es que un escritor de izquierda diga que los males de un país están relacionados con las identidades culturales (bogotanas y paisas) de sus élites y no con conflictos de clase. Santos y Uribe provienen de entornos culturales distintos, sin duda, pero eso no les impide pertenecer a la misma clase y creer en políticas económicas similares. Se parecen tanto que el senador Robledo, otro líder de izquierda, dice que Santos y Uribe son la misma cosa y que lo peor que le ha pasado al país desde la Independencia es la firma, impulsada por ellos, del TLC. La afirmación de Robledo puede ser delirante, pero al menos es consecuente con la centralidad que la economía tiene en una postura de izquierda. Cuando Ospina dice que el santismo es el gran mal de Colombia exagera igual (o peor), con el agravante de que eso no cuadra con su ideología.
Pero bueno, eso es lo de menos. Mi desacuerdo mayor es el siguiente. Lo que enfrentamos en estas elecciones no es, a mi juicio, un conflicto cultural entre bogotanos hipócritas y paisas auténticos, como supone Ospina, sino un conflicto político entre dos modelos de sociedad. La disyuntiva que tenemos es entre un proyecto más liberal, más desarrollista y más moderno y otro más conservador, más terrateniente y más tradicionalista. Para decirlo con las palabras crudas de Karl Marx, vamos a elegir entre los “señores del capital” y los “señores de la tierra” (por esos modelos hemos peleado desde la Independencia y lo seguimos haciendo).
La prueba de que lo esencial no es el estilo sino el modelo es que la pugna entre Uribe y Santos se reproduce en casi todas las regiones del país, con otros nombre y sin las diferencias de estilo. En Antioquia, por ejemplo, Sergio Fajardo y Alonso Salazar defienden un proyecto político liberal y moderno, en franca oposición al programa retardatario defendido por Luis Alfredo Ramos y Luis Pérez. En Bogotá pasa lo mismo. Presidentes capitalinos, liberales y reformadores, como Carlos Lleras, se tuvieron que enfrentar a las élites bogotanas, conservadoras y terratenientes de su época. Turbay Ayala, a pesar de ser bogotano, se parecía más a Uribe que a su coterráneo Alberto Lleras.
Quizás la razón que tiene Ospina para defender su paradoja (votar por Zuluaga desde la izquierda) es esta otra: con el regreso del uribismo las contradicciones sociales se exacerbarán y la injusticia será más inaceptable, con lo cual el pueblo tomará conciencia de su destino y hará la revolución social que tanta falta hace. Los reformistas (como Santos) sólo retardan este proceso y por eso son un mal peor. Como lo he dicho en columnas anteriores, este argumento es empíricamente indemostrable (no hay correlación entre injusticia y movilización social), moralmente inaceptable (no se puede sacrificar a unas cuantas generaciones con la promesa de un paraíso, por lo demás incierto) y políticamente inútil.
Por eso, porque en política las mejoras parciales sí pueden conducir a transformaciones mayores, el mal menor puede ser un bien posible.

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