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Por estos días se conmemora el aniversario de dos hechos que han marcado el curso de nuestro mundo.

Por estos días se conmemora el aniversario de dos hechos que han marcado el curso de nuestro mundo.

El primero es la toma de la embajada estadounidense en Teherán, ocurrida el 4 de noviembre de 1979. En ese entonces Irán estaba gobernado por el sha, un monarca que quiso, a la brava, hacer del antiguo pueblo persa un país occidental, lo cual desencadenó la reacción de los líderes islámicos, entre ellos el ayatolá Jomeini, quien, desde su exilio en Londres, organizó una revolución para derrocarlo y crear una teocracia islámica. La toma de la embajada y la captura de 52 rehenes estadounidenses durante 444 días es uno de los momentos culminantes de esa revolución.

El segundo acontecimiento es la caída del Muro de Berlín, ocurrida el 9 de noviembre de 1989, con lo cual se dio inicio a la desintegración de la Unión Soviética y se puso fin a la Guerra Fría. El derrumbe de la Unión Soviética cambió a tal punto la historia que Eric Hobsbawm, el gran historiador inglés, decía que el siglo XX había sido un siglo muy corto, de tan solo unos 75 años, entre la Primera Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín.

Estos dos acontecimientos cambiaron el curso del siglo XX. La revolución iraní puso en evidencia que, a pesar de todos los intentos coloniales por asimilar cultural y económicamente a Oriente Medio, el viejo anhelo de un gobierno teocrático seguía intacto en una buena parte de los pueblos musulmanes. Los pecados coloniales de Europa y Estados Unidos en Oriente Medio (empezando por lo hecho en Palestina) no sólo dieron lugar a la revolución islámica en Irán, sino también al renacimiento de los actuales y cada vez más furiosos fundamentalismos islámicos.

Por otro lado, la caída del muro de Berlín, y el consecuente derrumbe del modelo comunista, le abrieron el paso a un tipo de capitalismo envalentonado e indolente que dejó de sentirse culpable por el aumento de la injusticia social. No sólo eso, la falta de un competidor hizo del capitalismo un sistema cada vez más divorciado del ideal de la democracia; ideal que fue la bandera que los occidentales lograron imponer frente a sus dos grandes enemigos en el siglo XX: el régimen nazi, primero, y el modelo soviético, después.

Muchos estudios académicos publicados en la última década alertan sobre la manera como el capitalismo ha ido devorando la democracia. Sólo cito dos ejemplos recientes e influyentes. En primer lugar, el libro de Thomas Piketty (El capital en el siglo XXI), en el que se muestra cómo vivimos en un capitalismo patrimonialista, donde la tasa de acumulación de capital crece más rápido que la economía, lo cual conduce inevitablemente al aumento de la desigualdad. El segundo texto es un artículo de Martin Gilens y Benjamin Page (Testing theories of american politics: Elites, interest groups, and average citizens) en el que demuestran, con información cuantitativa nunca antes utilizada, que el sistema político estadounidense está dominado por las élites económicas más poderosas y que es poco lo que los ciudadanos del común pueden hacer para remediarlo. En este país, demuestran los autores, no gobiernan las mayorías, sino los más ricos.

En síntesis, el rumbo que ha tomado el mundo actual ha estado determinado, en buena parte, por la caída del comunismo y por el fracaso político de Occidente en Oriente Medio. De estos dos acontecimientos heredamos dos males terribles: el aumento acelerado de la desigualdad económica y el renacimiento de las guerras de religión; dos males que, a mediados del siglo XX, parecían en vía de extinción.

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