El ocaso de los grandes tratados
César Rodríguez Garavito Diciembre 12, 2014
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Lima – Quizás la elección más duradera que nos llevamos los asistentes a la cumbre global sobre cambio climático es que con ella está terminando la era de los grandes tratados.
Lima – Quizás la elección más duradera que nos llevamos los asistentes a la cumbre global sobre cambio climático es que con ella está terminando la era de los grandes tratados.
Como los países-islas gradualmente sumergidos por los océanos en ascenso, naufraga la forma usual de hacer normas internacionales.
El modelo que hace agua es el de los tratados con reglas duras y homogéneas, respaldados por instituciones internacionales que sancionen drásticamente el desacato. Así se concibió el Protocolo de Kioto de 1997, que imponía a los países ricos —los principales responsables históricos del cambio climático— obligaciones perentorias sobre reducciones en sus emisiones de carbono. En eso, Kioto seguía la línea de los tratados de la segunda mitad del siglo XX, que culminó con el Estatuto de Roma, origen de la Corte Penal Internacional.
Las ventajas y los logros históricos del modelo son notables. En una comunidad internacional profundamente desigual, intenta atar a los países poderosos a las mismas reglas de juego; en un mundo marcado por violaciones graves de los derechos humanos, busca construir una jurisdicción universal de la que no puedan escapar los perpetradores.
Pero también son evidentes sus limitaciones. En la práctica, el modelo ha tenido un impacto más modesto del que sugieren sus normas terminantes: los tratados toman décadas de negociaciones y su aplicación depende de órganos como los de la ONU, con poderes y presupuestos restringidos. Sus estándares, además, pueden ser desmedidamente rígidos, como lo muestra la interpretación punitivista de la justicia transicional que podría convertir a la Corte Penal Internacional en un obstáculo para procesos de paz como el colombiano. Y la vigencia del modelo dependía, en últimas, de la voluntad de un grupo reducido de países (EE.UU. y Europa) con la capacidad de promover los acuerdos y garantizar su aplicación por la fuerza (con frecuencia a cambio de estar, ellos mismos, exentos de algunas de las obligaciones resultantes).
Esa es la realidad geopolítica que ha cambiado, como quedó claro aquí en Lima. El modelo de Kioto no funciona porque EE.UU. y Europa ya no tienen el poder para imponer un tratado sin cumplirlo, y porque no tendría sentido un acuerdo sin China, India o Brasil, las nuevas potencias contaminantes. Más que un aparato regulatorio global, el acuerdo que avanza aquí es una colección de promesas nacionales, públicas y precisas, de reducir las emisiones. Su debilidad es carecer de un organismo global que garantice su aplicación; su fortaleza es facilitar que los actores nacionales, desde los movimientos ambientalistas hasta las alcaldías y las empresas, participen en su implementación y presionen el cumplimiento de las metas.
El pacto es insuficiente para evitar las calamidades que vendrán a mediados de siglo, cuando superemos los dos grados centígrados de calentamiento global. Pero quizás sea suficiente para que los ciudadanos del mundo le apostemos a la acción local y urgente, en lugar de poner toda la fe en un gran acuerdo global.
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