El orgullo nacional
Mauricio García Villegas Abril 20, 2012
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El tema de la Cumbre de Cartagena se convirtió en un debate sobre la imagen de Colombia ante el mundo. ¿Sirvió este evento para mejorar esa imagen? Como es natural, hubo dos posiciones. La optimista y la pesimista.
El tema de la Cumbre de Cartagena se convirtió en un debate sobre la imagen de Colombia ante el mundo. ¿Sirvió este evento para mejorar esa imagen? Como es natural, hubo dos posiciones. La optimista y la pesimista.
Un ejemplo de la primera se encuentra en el titular de la revista Semana: “El cuarto de hora de Colombia… los colombianos llenos de orgullo y optimismo”. Del otro lado están los que vieron en los hechos de la cumbre (la pleitesía casi monárquica que se le dispensó a Obama, el escándalo suscitado por sus guardianes, etc.) un motivo de vergüenza nacional. El senador Robledo se preguntaba si en lugar de aparecer ante el mundo como la República de Colombia no quedamos como el Principado de Anapoima.
Me siento incómodo con ambas posiciones. No sólo porque pienso que exageran y que la verdad es que a Colombia le fue más o menos mal, o más o menos bien, según el aspecto que se mire, sino porque me parece que ese énfasis en el orgullo nacional (exaltado según algunos o vilipendiado según otros) es el reflejo de un sentimiento anacrónico y malsano que, además, contribuye al fracaso de casi todas las reuniones de este tipo que se llevan a cabo en el mundo. Me explico.
Sentir orgullo o vergüenza por el país propio es sin duda algo natural y respetable. Pero en el mundo global de hoy, ese sentimiento ha perdido la justificación que tenía en tiempos pasados. Antes, la nacionalidad era un rasgo esencial de la identidad de una persona. Hace unos siglos (cuando el mundo era más grande) lo que contaba era el pueblo en el que uno había nacido. Ser de Atenas o de Esparta (de Medellín o de Bogotá) determinaba casi todo lo que uno era. Los del pueblo vecino eran los ‘otros’, los enemigos; unos pocos kilómetros eran suficientes para separar culturas, religiones y mundos.
Todos seguimos naciendo en un pueblo, o en una ciudad, pero a nadie se le ocurre hoy que los del pueblo vecino son sus enemigos. Eso se debe a que las fronteras que definen nuestra identidad se han ampliado; abarcan grupos sociales más grandes. Con la globalización la gente se va pareciendo más, el ‘otro’, el enemigo, queda más lejos y el mundo se vuelve más pequeño.
Los latinoamericanos no sólo compartimos cada vez más nuestros problemas (narcotráfico, calentamiento global, crimen organizado, etc.), sino que cada día que pasa somos más parecidos. Las diferencias que existen hoy entre un mexicano y un limeño no son mayores que las que existían hace unos años entre un bogotano y un caleño. El país de antes se ha vuelto el continente de ahora. Más aún, las diferencias de clase social son más determinantes que las diferencias de nacionalidad. Entre un campesino pobre ecuatoriano y un rico guatemalteco hay un abismo, pero los ricos de toda América Latina parecen nacidos en el mismo pueblo.
El problema hoy es que los países se quedaron chiquitos (deberían abarcar más población y más territorio). Las fronteras quedaron congeladas desde hace por lo menos cien años. Eso hace que hoy seamos cosmopolitas y patriotas al mismo tiempo. Por eso, por esa inconsistencia, por sentirnos tan unidos como lejanos, es que las cumbres fracasan.
Si los países de América Latina dependieran menos del sentimiento nacional (de su imagen), y permitieran que sus fronteras fueran más porosas y más flexibles, conformarían una unidad más grande, serían más visibles, representarían intereses más poderosos y así mejorarían su capacidad de negociación y finalmente su imagen.
Pero parece que vamos justo en la vía contraria, la del nacionalismo parroquialista. Como dijo alguien: el orgullo es el consuelo de los débiles.