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La toma y la contratoma del Palacio de Justicia no sólo fueron hechos atroces y dolorosos; fueron además un punto de quiebre moral e institucional, que generó una espiral de violencia, de la cual aún no salimos.

La toma y la contratoma del Palacio de Justicia no sólo fueron hechos atroces y dolorosos; fueron además un punto de quiebre moral e institucional, que generó una espiral de violencia, de la cual aún no salimos.

El M-19 tiene la responsabilidad primaria pues realizó la toma con la idea demencial de secuestrar a los magistrados de la Corte Suprema para presentarles una “demanda armada”. Su pretensión era que los magistrados, tomados como rehenes, juzgaran al presidente Betancur por supuestas traiciones al proceso de paz.

La contratoma del Estado fue también atroz. Nadie plantea que el Gobierno debió ceder a los propósitos desquiciados del M-19. El reclamo es porque el Estado actuó con total desprecio por la vida de los rehenes, como lo muestran los siguientes hechos, probados judicialmente: i) a pesar de las amenazas, la seguridad del Palacio fue reducida pocos días antes; ii) el Ejército ignoró la seguridad de los rehenes pues entró con tanques y atacó con morteros; iii) no hubo un alto al fuego, como lo pidió angustiosamente el presidente de la Corte Suprema, Alfonso Reyes, para al menos discutir la suerte de los rehenes; iv) una vez cesada la toma, varios rehenes fueron torturados pues el Ejército sospechó que eran guerrilleros; y v) hubo varias personas que salieron vivas del palacio y hoy se encuentran desaparecidas, o fueron asesinadas y su cuerpo retornado al palacio, como sucedió con el magistrado Carlos Urán.

El Estado tampoco respetó la vida de los guerrilleros, que debían haber sido sometidos y juzgados, pero no torturados, asesinados y desaparecidos, como ocurrió con Irma Franco, como lo reconoce hoy el propio excoronel Plazas.

Estos hechos atroces pretendieron ser justificados: el M-19 llamó su ataque “Operación Antonio Nariño por los derechos del Hombre”; había que defender la democracia, argumentaron el Gobierno y los militares. Pero ambos se equivocan: la democracia y los derechos humanos están fundados en una cierta ética de la mesura pues suponen que hay medios tan innobles y despreciables, como la toma de rehenes, las torturas o las desapariciones, que ni siquiera los ideales más nobles pueden justificarlos.

Este desprecio por la vida ocurrió en el centro de Bogotá y ante los ojos de todo el mundo. Esas atrocidades no esclarecidas y que pretendieron ser justificadas estimularon entonces un desprecio por la vida semejante en el resto del país: la guerra sucia, los ataques guerrilleros, los atentados del narcotráfico y en general la violencia homicida aumentaron significativamente en toda Colombia.

En cierta forma, la doble toma del Palacio fue el Bogotazo de la segunda mitad del Siglo XX. El 9 de abril, con sus atrocidades, nunca esclarecidas democráticamente, fue el quiebre que llevó a la terrible Violencia de los cincuenta. La doble toma del palacio, insuficientemente esclarecida, fue otro quiebre que alimentó otro ciclo de violencias. Por eso, y por la deuda moral con las víctimas, es que debemos esclarecer hasta el fondo los hechos del Palacio de Justicia.

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