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Paro armado

Hoy la población civil se siente más vulnerable, pues el fin del paro armado no implica un regreso a la normalidad. El Clan del Golfo sigue en el territorio, la desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones continua acrecentándose, y las comunidades siguen sin ver garantizado su derecho a la no repetición. | Ministerio de Defensa - EFE

A pesar de que la ciudadanía denunció rápidamente en redes sociales la quema de transportes, el confinamiento, el cierre del comercio y las casas pintadas, la fuerza pública y las autoridades civiles brillaron por su ausencia.

A pesar de que la ciudadanía denunció rápidamente en redes sociales la quema de transportes, el confinamiento, el cierre del comercio y las casas pintadas, la fuerza pública y las autoridades civiles brillaron por su ausencia.

Esta columna fue emitida a través de RCN Radio Cartagena.


El paro armado impuesto por el Clan del Golfo en varias regiones del país no debería ser tomado como una mera coyuntura, sino como evidencia de la consolidación de una peligrosa estructura que en los últimos cuatro años viene deteriorando la seguridad, la vida política, económica y social de los territorios donde se encuentran asentados; y el Estado en ese desafío, ha sido incapaz de responder a los retos de seguridad y protección de las comunidades.

Y no es un asunto coyuntural porque desde el 2019, tanto instituciones humanitarias como organizaciones sociales han denunciado ante el Estado la creciente presencia de este grupo ilegal. En 2020, por ejemplo, las Alertas Tempranas de la Defensoría del Pueblo informaron cómo el Clan del Golfo utilizaba los municipios de El Carmen de Bolívar, María la Baja y San Onofre en la subregión de los Montes de María como corredor para el tráfico de drogas; al tiempo que señalaba el aumento de su capacidad numérica y militar para enfrentar directamente a la fuerza pública.

Asimismo, diversos procesos de los Montes de María, congregados en el Espacio Regional de Construcción de Paz, también denunciaron en una audiencia pública con la Procuraduría General de la Nación, cómo este grupo ilegal ejercía presión y control en la población civil a través de panfletos, amenazas, reclutamiento de jóvenes, desplazamientos forzados a líderes y lideresas sociales. Y es que tanto en el 2020 como ahora, la respuesta institucional ha sido tardía, descontextualizada de las realidades territoriales e ineficaz.

A pesar de que la ciudadanía denunció rápidamente en redes sociales la quema de transportes, el confinamiento, el cierre del comercio y las casas pintadas, la fuerza pública y las autoridades civiles brillaron por su ausencia. Esto aumentó en la población civil el miedo, la zozobra y la sensación de desprotección. Los testimonios que he escuchado manifiestan que, si están vivos, ha sido por los mecanismos de autoprotección comunitaria que han aprendido en tantos años de conflicto armado y no porque que el Estado les haya protegido la vida.

Hoy la población civil se siente más vulnerable, pues el fin del paro armado no implica un regreso a la normalidad. El Clan del Golfo sigue en el territorio, la desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones continua acrecentándose, y las comunidades siguen sin ver garantizado su derecho a la no repetición.

Mientras todo esto ocurría el presidente Duque se encontraba en la posesión presidencial de Costa Rica, y cuando el Clan del Golfo levantó el paro armado, Duque anunció un “bloque de búsqueda” y la movilización de más de 52.000 uniformados del Ejercito y la Policía Nacional en los territorios afectados. Esto evidencia una profunda desconexión con las comunidades que se han visto obligadas a convivir con los criminales.

Las comunidades y las organizaciones de base saben que la militarización de sus territorios no brinda genuinas garantías de seguridad, por ello, le han expresado el Estado que las escuche e implemente sus propuestas colectivas de protección: por ejemplo, exigen a la fuerza pública no promover más consejos de seguridad donde desmientan sus denuncias; le reclaman a los alcaldes y gobernadores cumplir con la propuesta comunitaria de una política de paz que le apueste a la implementación de conciliadores en equidad, de festivales de la reconciliación, y al fortalecimiento de lo productivo. De manera que para las comunidades es claro que son las políticas sociales las que servirán como medidas de prevención del riesgo, pero, ante todo, exigen al Estado que de manera decidida se implemente integralmente el Acuerdo Final de Paz.


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