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El acuerdo final ya está construyendo la paz. De hecho, está desencadenando una de las condiciones esenciales y más difíciles: el reconocimiento y la petición de perdón de los responsables del sufrimiento de las víctimas por los episodios más dolorosos de la guerra.

El acuerdo final ya está construyendo la paz. De hecho, está desencadenando una de las condiciones esenciales y más difíciles: el reconocimiento y la petición de perdón de los responsables del sufrimiento de las víctimas por los episodios más dolorosos de la guerra.

Del lado de las Farc, el acuerdo ha traído lo que los colombianos esperaban desde el inicio de las negociaciones: una expresión clara de responsabilidad y arrepentimiento, de cara a las víctimas, por hechos como el asesinato de los diputados del Valle, la masacre del barrio La Chinita en Apartadó en 1994 y el asesinato del líder afro Genaro García el año pasado. Del lado del Gobierno, los sobrevivientes del exterminio de la Unión Patriótica finalmente oyeron de un presidente de la República una admisión inequívoca de responsabilidad del Estado y un compromiso de que la historia no se repetirá.

Debo confesar mi ambivalencia por la irrupción del arrepentimiento y el perdón. Temía no vivir para ver esta terapia colectiva indispensable, pero ahora que la veo me surge otro recelo: ¿qué rol nos cabe en ella a la mayoría de ciudadanos, los que no fuimos victimarios ni víctimas directas de lo peor de la guerra? ¿Hay alguna forma de contrición o expiación que aplique a los que no estuvimos entre los 7 millones de víctimas directas ni entre los miles de combatientes del conflicto?

Estudiosos de la justicia transicional han concluido que nosotros, los espectadores, somos indispensables para la paz. Martha Minow ha escrito que tribunales y comisiones de la verdad como los que se avecinan en Colombia “deben ser para las víctimas, pero no solo para ellas; deben ocuparse de los victimarios, pero no sólo de ellos. Deben también involucrar y ser diseñados para convertir a los espectadores de la guerra en actores del país de hoy y mañana”.

Coincido con la conclusión pero no con el nombre que se nos ha dado para traducir el término inglés más amplio que usa Minow, “bystanders”. Además de “espectadores” de una guerra transmitida (y diluida) diariamente en el noticiero de las 7pm, jugamos el otro rol que implica ese término: fuimos transeúntes de una barbarie que nos rozó, a veces muy de cerca, pero sin alcanzar nuestras familias ni destrozar nuestras vidas.

Me niego a ser espectador o transeúnte de la construcción de un país en paz. Quisiera involucrarme en él y tengo la profunda convicción de que hay que comenzar por no ver este momento desde una tarima de superioridad moral, como si fuera un nuevo espectáculo que involucra sólo a victimarios y víctimas que vuelven a aparecer en monitores de televisión, pero ahora pidiendo o aceptando el perdón.

No puedo sacudirme la seguridad de que, en mi rol de transeúnte aterrorizado, no hice ni quise saber lo suficiente, aunque volví el trabajo por la paz y los derechos una profesión. Cuántas veces miré al otro lado cuando la ciudad se llenaba de personas desplazadas. Cambié de canal para tomar un respiro, cuando muchos otros no tenían otra opción que sintonizarse con la realidad del despojo y la violencia.

No veo cómo dejar mi sillón de espectador sin pedir perdón, aunque no sepa aún a quién. Por eso también voy a votar por el Sí: para tener el chance de averiguarlo desde el día siguiente.

De interés: Paz / Plebiscito

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