El poder del presidente
Dejusticia agosto 14, 2023
Columna de Mauricio García Villegas. | EFE
El derecho progresista también puede ser, y lo ha sido, un arma de los movimientos sociales y de la gente contra el poder público y contra las élites.
El derecho progresista también puede ser, y lo ha sido, un arma de los movimientos sociales y de la gente contra el poder público y contra las élites.
Hace muchos años, siendo yo un primíparo en la universidad, le oí decir a Fernando Cepeda Ulloa, profesor de ciencia política y personaje muy cercano a los círculos de poder, lo siguiente: “Cuando converso con los expresidentes de este país todos se lamentan de no haber logrado lo que se habían propuesto”.
La semana pasada el presidente Petro dijo que el Pacto Histórico había ganado las elecciones pero no el poder. La idea no es suya. Ha sido mencionada por otros mandatarios de izquierda en América Latina y mucho antes por algunos socialistas del siglo XIX, entre ellos Ferdinand Lassalle en ¿Qué es una Constitución?, un libro muy leído en Colombia por los años en los que Fernando Cepeda gozaba de celebridad. Dice Lassalle que una cosa es la Constitución escrita y otra la real. La primera es de papel y establece que el pueblo es el depositario del poder; la segunda es económica, está en los bancos, en el ejército y en la industria, y detenta el poder efectivo. El pueblo no manda cuando lo dice la Constitución, afirma Lassalle, sino cuando toma las riendas de la estructura económica y militar.
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Es verdad que en Colombia, como en el resto de América Latina, existe una brecha grande entre lo que dice la Constitución y lo que pasa en la realidad. Yo mismo escribí, a finales de los 80, un libro titulado La eficacia simbólica del derecho, para mostrar que las constituciones sirven más para legitimar el poder político que para poner en práctica lo que consagran. Pero cuando llegó la Constitución de 1991, siendo yo magistrado auxiliar de la Corte Constitucional, comprobé que la protección de los derechos había adquirido herramientas para hacerse efectiva y que, por eso, mi tesis era cierta pero incompleta: el derecho progresista también puede ser, y lo ha sido, un arma de los movimientos sociales y de la gente contra el poder público y contra las élites.
La verdad es que el presidente tiene poder, incluso mucho poder, pero no tiene todo el poder. El mando presidencial está en un lugar intermedio entre lo que dice la visión jurídica y lo que dice la visión socialista de Lassalle, tal vez cerca a lo que pensaba Fernando Cepeda. Y es normal que así sea. La Constitución otorga derechos a los ciudadanos y establece un sistema de controles entre las ramas del poder público, todo lo cual opera como límites al poder del Gobierno. Un presidente, por ejemplo, no puede acallar a un periodista ni puede cambiar la decisión de un juez. Esos límites son inherentes a la democracia constitucional y su razón de ser es evitar la concentración excesiva de poder en manos del Ejecutivo. Tanto Petro como sus antecesores han tenido que lidiar con esos límites y algunos, como él o como Álvaro Uribe, lo han hecho a desgano e incluso han querido liberarse, con poco éxito, de ese fardo.
Esta frustración lleva a Petro a hablar en dos registros. Cuando se dirige a las altas autoridades del Estado lo hace teniendo en mente la Constitución escrita y cuando les habla a sus seguidores piensa como Lassalle. De esta manera consigue dos propósitos: evitar que las élites se alarmen demasiado y alentar a sus bases más radicales. A los primeros les habla en términos constitucionales y a los segundos en lenguaje revolucionario. Ojalá su capacidad para movilizar a la gente le sirva para impulsar sus reformas en el Congreso. Pero caminar entre la institucionalidad y el populismo es hacerlo por un borde muy estrecho y lleno de abismos. Ojalá que no se resbale o que sus áulicos lassallistas no lo empujen.