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Tal vez sin quererlo, la administración del alcalde Enrique Peñalosa dio un triunfo inesperado al grafiti bogotano.

Tal vez sin quererlo, la administración del alcalde Enrique Peñalosa dio un triunfo inesperado al grafiti bogotano.

La semana pasada, la nueva administración distrital anunció las primeras medidas de seguridad en los sitios “calientes” (más inseguros de la ciudad). Una de estas medidas fue anunciada por Daniel Mejía, futuro secretario de Seguridad de Bogotá, quien dijo a RCN Televisión que los grafitis “generan percepción de inseguridad porque deterioran el espacio público” y por ello anunció que habría “tolerancia cero” con el vandalismo. Como parte de estas medidas, también se anunció que se establecerá un grupo de 100 policías para imponer las multas “que nos permite la ley”, afirmó Mejía. Al día siguiente de estos anuncios, circuló en las redes sociales una foto donde se veía un muro de la calle 26 que estaba siendo borrado con pintura azul (el mismo azul de la campaña de Peñalosa). En las redes se armó una polémica innecesaria porque luego se aclaró que estaban pintando ese muro con el fin de hacer un mural por un grafitero reconocido como parte de un proyecto del Instituto Distrital de Artes (Idartes).

Frente a la avalancha de críticas en las redes sociales, los secretarios de Gobierno y Seguridad tuvieron que hacer aclaraciones y matices importantes, que en todo caso les generaron algunos líos. El más relevante fue que dijeron que dejarían los “grafitis artísticos” y no permitirían el “vandalismo”. Con razón, varios críticos señalaron que sería necesario un curador que acompañe a la Policía.

Los funcionarios de la nueva administración olvidaron la sensibilidad pública que existe sobre el grafiti en Bogotá y la importancia artística que los ciudadanos damos a este tipo de expresión. Por ejemplo, la historia reciente del grafiti en Bogotá está marcada por el homicidio de Diego Felipe Becerra, joven grafitero asesinado por la Policía en Bogotá, el 19 de agosto del 2011. No sólo su homicidio fue doloroso, la intrincada maquinaria policial y de la justicia no ha permitido que los responsables sean condenados, incluso después de más de cuatro años de haber ocurrido los hechos. Otro hecho reciente me ayudó a evidenciar la importancia pública del grafiti en tiempos recientes. En diciembre pasado, Idartes regaló 1000 ejemplares de un libro conmemorativo del grafiti en Bogotá. La fila para reclamarlo era de cientos de personas y se tardaron entre dos y tres horas en la entrega de los libros; de hecho, abrieron un día más para regalar otros 1000 libros. Un hecho adicional, es el reconocimiento internacional de Bogotá como una ciudad con uno de los mejores artes urbanos del mundo, al nivel de Berlín, São Paulo, Ciudad de Cabo o Londres, pero con una regulación más democrática.

Algo más que los funcionarios olvidaron fue que la regulación del grafiti en Bogotá tiene historia y los procesos institucionales que han permitido que se desarrolle el potencial artístico de la ciudad. De hecho, el Concejo de Bogotá reguló el asunto en el Acuerdo 482 de 2011 y la administración de Petro expidió el Decreto 75 de 2013 en diálogo con la Mesa de Grafiti de Bogotá. Aquí es donde la administración Peñalosa debe aprender de los procesos sociales de diálogo que inició la izquierda con las comunidades jóvenes y de artistas.

Afortunadamente las aclaraciones de los secretarios respecto a que no borrarán los grafitis en zonas autorizadas es una buena noticia, junto con el mensaje de que respetarán los procesos institucionales que ya se venían realizando. Sin embargo quedan dos tipos de debates abiertos. El primero es sobre la naturaleza misma de la práctica. El grafiti es sobre todo contracultural, la idea de su completa regulación es un oxímoron, una especie de fantasía orwelliana de limpieza absoluta. El grafiti tiene un carácter único por su creación, técnica, lugar, mensaje y autor. De hecho, el autor abandona su obra -siempre efímera- para el beneficio de la comunidad. Sin embargo, no todos los tipos de grafitis tienen igual comprensión y aceptación como el arte urbano, por ejemplo, el grafiti de consigna (los que hacen en los paros) o los grafitis de barras de equipos de fútbol o el writing (escribir el nombre repetidamente), el tag (una firma o un acrónimo), el esténcil, las calcomanías y todas las demás formas de intervención urbana que al parecer serán perseguidas. El Estado puede fomentar ciertos grafitis, permitir otros o simplemente borrarlos. Sin embargo, prohibir absolutamente el grafiti en una ciudad como Bogotá es perder mucho de la creatividad y las nuevas ideas que surgen en una pared.

El segundo problema es qué debe hacer la ciudad frente al grafiti en zonas no autorizadas. El grafiti no es un crimen, ni el grafitero es un delincuente. El grafiti no genera inseguridad y a ningún grafitero se le puede llevar a la cárcel ni a la UPJ de la ciudad por hacer un grafiti. Tampoco se le debe estigmatizar como un agente de inseguridad. En el caso de los grafitis no autorizados, como en el caso de la violación de otras normas de convivencia, se pueden aplicar las sanciones del Código de Policía de Bogotá, desde amonestaciones en público hasta multas. Esa es la ley vigente y no veo razones para cambiarla; lo que no se puede tolerar en Bogotá es el autoritarismo y el envío de mensajes que criminalicen a jóvenes creativos e inconformes, solamente para que la ciudad se vea “bonita”. Con el tiempo veremos si el triunfo democrático del grafiti fue temporal o permanente.

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