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En medio de mi tarea como jurado de votación se me ocurrió el siguiente mundo imaginario: ¿qué pasaría si, en lugar de llevar al Congreso a los políticos elegidos ese día llevásemos a un grupo de jurados de votación escogidos por sorteo?

En medio de mi tarea como jurado de votación se me ocurrió el siguiente mundo imaginario: ¿qué pasaría si, en lugar de llevar al Congreso a los políticos elegidos ese día llevásemos a un grupo de jurados de votación escogidos por sorteo?

El domingo pasado me correspondió  ser jurado de votación en un sitio del norte de Bogotá. Fue una experiencia interesante, que asumí con espíritu ciudadano y mirada sociológica. En mi mesa éramos seis jurados: una estudiante, un contador, un ingeniero, un consultor, un empleado y yo (un profesor). Desde el inicio me impresionó la cordialidad, el buen juicio y la buena disposición de mis compañeros de mesa y de los demás jurados que estaban en ese lugar de votación. Hay buenas razones para suponer, además, que algo similar ocurrió en todas las mesas de votación del país.

En medio de esta tarea se me ocurrió el siguiente mundo imaginario: ¿qué pasaría si, en lugar de llevar al Congreso a los políticos elegidos ese día llevásemos a un grupo de jurados de votación escogidos por sorteo? ¿Absurdo? No lo creo.

No soy el primero al que se le ocurre algo de este tipo. David Van Reybrouck, en su libro Contra las elecciones, propone conformar un Congreso de ciudadanos por sorteo. La idea viene de la Grecia clásica y de Rousseau, y Borges sugiere algo de eso en su cuento La lotería en Babilonia. En los últimos años algunos países como Canadá, Islandia, Holanda e Irlanda la han intentado poner en práctica en niveles locales. En un país como el nuestro, la idea tiene aún más sentido, dado que, como se sabe, una buena parte de los elegidos no logran su objetivo por méritos, sino por maquinaciones clientelistas. No hay razón para pensar que el político clientelista sea mejor legislador que un ciudadano del común que se gana el sorteo.

Se sabe, además, que cuando a un ciudadano cualquiera, que no ha sido malogrado por la política, le encargan la tarea de legislar por un período fijo y único, lo asesoran y le dan recursos para ello, asume su tarea con responsabilidad y buen juicio. Estoy casi seguro de que, por ejemplo, mis compañeros jurados de votación serían mejores legisladores que el congresista promedio que elegimos el domingo pasado. El azar y el honor del cargo hacen que gente del común delibere y decida seriamente, mientras que el voto conduce a que una porción importante de políticos profesionales se corrompa y solo busque su lucro personal.

Hay una justificación adicional. En las encuestas de cultura ciudadana que se hacen en Colombia se aprecian altos niveles de desconfianza que van creciendo a medida que el otro es más lejano e indiferente. Solo el 52 % de los colombianos confían en sus vecinos y cuando se trata de personas desconocidas ese porcentaje se reduce al 5 %. Sin embargo, desconfiamos más de lo que deberíamos. La gran mayoría de los colombianos es honesta, respetuosa y cumplidora de sus deberes. Lo que pasa es que, como los malos y deshonestos son tan visibles, tendemos a sobrestimarlos. Cualquier muestra aleatoria de colombianos da como resultado un grupo de gente mejor de lo que imaginamos; y si les damos incentivos simbólicos y materiales y establecemos los controles necesarios para sancionar a los malos (vivos, deshonestos, etc.) nos sorprenderíamos de lo bien que ese grupo haría las cosas.

Por todo lo anterior, y pensando en el mundo imaginario de mis compañeros de mesa de votación escogidos por un sistema aleatorio, no estaría mal destinar algunas curules en el Congreso (un porcentaje pequeño, para empezar) para ciudadanos escogidos por sorteo. Aún si ese experimento fracasa, que no lo creo, seguramente no empeoraría lo que tenemos.

De interés: Colombia / Congreso / Elecciones 2018

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