Elogio del lenguaje simple
Mauricio García Villegas Noviembre 22, 2014
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El mes pasado salió la edición número 23 del Diccionario de la Real Academia Española.
El mes pasado salió la edición número 23 del Diccionario de la Real Academia Española.
En esta entrega se incluyen más de 5.000 palabras; muchas de ellas traídas del inglés, como “gigabyte”, “orsay”, “baipás”, o “espray”. Los conservadores de la lengua estiman que estas novedades contaminan el idioma de Cervantes y por lo tanto no debieron haber sido admitidas. Yo no soy de esa opinión; las lenguas son producto del contagio y eso, en lugar de malograrlas, las enriquece.
Sin embargo, yo también creo que hay innovaciones malsanas. Una de ellas es esa costumbre de reemplazar las palabras más simples por las más complejas. El caso más conocido es quizás el del verbo colocar, cuyo uso ha ido opacando al verbo poner (“colocar cuidado”, en lugar de poner cuidado). Otros usos similares son, por ejemplo, “cortarse el cabello”, en lugar de cortarse el pelo; “escuchar algo”, cuando sólo se oye algo, o “mirar algo”, cuando sólo se ve algo. En el mundo de la academia los ejemplos abundan: para muchos profesores las cosas ya no “son”, sino que “se constituyen en”; ya no se lee a los autores sino que se “trabajan” sus libros; ya no hay discursos, sino relatos; las ideas son ahora imaginarios, y cuando se cita a una reunión ya no se asiste, sino que se “participa de”.
Otra novedad que me molesta es el abuso de los superlativos y de los eufemismos, sobre todo en el mundo de los negocios. En los restaurantes ya no le preguntan a uno si quiere algo, sino si “desea algo” (exagerando el goce brindado) hasta el punto de preguntar si uno “desea pagar la cuenta”. En la radio ya no dan la hora, sino que ofrecen la hora. En los almacenes ya nadie tiene o vende cosas, sino que “maneja productos”. La marca Treck vende bicicletas “excesivamente capaces”. En publicidad el “muy” ya no basta y está siendo reemplazado, como si nada, por el “demasiado”. Las compañías ya no tienen oficinas de “ayuda al cliente”, sino de “soporte al cliente”, como si a uno lo fueran a rescatar de un incendio. En Avianca le advierten a uno que “la salida de emergencia puede estar incluso detrás de usted”, como si el incluso agregara algo a la información.
A veces la gente quiere ser amable con rodeos inútiles o ridículos. No sé si es una consigna mercantil, o qué, pero en las empresas de la salud les dio por eliminar la forma imperativa, o incluso el “usted”, con la idea de que es demasiado brusco, con lo cual, los empleados sólo usan el “nosotros”. Así por ejemplo, cuando una enfermera va a poner una inyección, empieza el procedimiento con la frase, “esto nos va a doler un poquito…”. Al ingresar al consultorio la doctora le dice a uno, “bueno, entonces nos quitamos la camisa por favor”, orden que ella, por supuesto, no cumple. Otra cosa es que, con el mismo propósito edulcorante, todo lo pasan al diminutivo: el agüita, la pastillita, la camita, la manito, etc. Alguna vez Jorge Orlando Melo me dijo que cuando un médico que hablaba de esa manera le preguntó si era alérgico a algo, él respondió, sí, doctor, a los diminutivos.
El lenguaje no sólo es un medio de comunicación. Es también una carta de presentación, como la ropa o el peinado. Por eso, a veces, cuando hablamos, estamos más interesados en defender nuestra imagen que en otra cosa. De ahí la atracción que tenemos por el lenguaje sofisticado, exagerado o eufemístico. Pero esa atracción es una trampa; el lenguaje simple es el más claro, e incluso, muchas veces, el más elegante. Más aún, es el que mejor habla de nosotros. Por eso don José Ortega y Gasset decía que la claridad es la cortesía del que escribe.