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En los conflictos tribales, como el que se libra hoy en Gaza, ocurren dos guerras paralelas y complementarias. Una, la física, con sus armas, su devastación y sus muertos, y otra, la imaginaria, en la mente de los combatientes, que embellecen lo propio y ennegrecen lo ajeno.

En los conflictos tribales, como el que se libra hoy en Gaza, ocurren dos guerras paralelas y complementarias. Una, la física, con sus armas, su devastación y sus muertos, y otra, la imaginaria, en la mente de los combatientes, que embellecen lo propio y ennegrecen lo ajeno.

Se dice que la inteligencia humana nos hace superiores a los animales. Puede ser. Pero al ver lo que está pasando hoy en Israel no puedo dejar de pensar que la venganza nos hace inferiores a ellos. En una pelea de leones el vencido huye, como un cobarde, cuando se ve perdido, mientras que el vencedor regresa a su manada victorioso y sereno. En una pelea entre seres humanos, en cambio, suele ocurrir que el vencido y el vencedor se queden rumiando su ira y es posible que alguno de ellos vaya tras el otro para matarlo o, peor aún, que reúna una cuadrilla para ir a matar a sus hijos y a sus vecinos.

Los animales no se vengan porque no se inventan historias. Los humanos, en cambio, se sienten parte de pueblos superiores o escogidos por dioses. La religión y el nacionalismo han sido las dos grandes fábricas de la venganza. Cuando los cruzados invadieron Jerusalén, en el siglo XI, asesinaron a 30.000 personas. Los mataron a todos, hombres, mujeres y niños; se dice que la sangre corría por las calles. La imagen de pueblo bendecido que tenían los cruzados les permitió inhibir la compasión frente al dolor ajeno y asesinar fríamente, como cumpliendo un deber rutinario, incluso glorioso. Hablando de ese episodio, José Antonio Marina trae una cita de Roberto el Monje, un cronista de la primera cruzada en la que, sin vacilar, dice: “La conquista de Jerusalén sólo es superada en importancia por la creación del mundo y la crucifixión de Jesús”.

En los conflictos tribales, como el que se libra hoy en Gaza, ocurren dos guerras paralelas y complementarias. Una, la física, con sus armas, su devastación y sus muertos, y otra, la imaginaria, en la mente de los combatientes, que embellecen lo propio y ennegrecen lo ajeno. Cada parte se dedica a mostrar la brutalidad del enemigo y a esconder la propia: de un lado, el horror causado por Hamás, que es un grupo terrorista, y del otro lado, la respuesta atroz y desproporcionada del Gobierno de Israel contra la población palestina. El resultado es una doble contabilidad del horror alimentada por enemigos complementarios y violencias simétricas.

No quiero entrar en esas cuentas ni denunciar al que pueda ser el mayor violador del derecho internacional. Muchos analistas lo están haciendo ahora y con buen juicio. Lo que me interesa es mostrar que, en esta guerra infernal, existe un “tercer pueblo”, repartido a lado y lado de la frontera, compuesto sobre todo por mujeres, que quiere la convivencia pacífica, no la venganza.

Acabo de leer el testimonio de una de esas voces, la del escritor Sayed Kashua, que nació en Israel, de familia palestina, pero que fue educado en lengua hebrea y en ella publica sus libros. El 20 % de los habitantes del Estado israelí tienen esa condición bicultural y muchos otros que no la tienen estarían de acuerdo con la creación de dos Estados y en todo caso con la promoción de una convivencia pacífica entre ambos. Esas voces moderadas se oponen a la venganza, no diferencian entre las vidas de los unos y las vidas de los otros, y ven el sufrimiento de ambos lados, en términos humanos, no tribales. Son muchos, pero el ruido de la guerra los ha silenciado.

¿Cómo se siente usted en medio del conflicto?, le pregunta un periodista de Libération a Sayed Kashua y él responde lo siguiente: “Pertenezco al campo de los cobardes; el de los que se rinden cuando ven que hay vidas humanas en juego”. Esos cobardes se parecen a los animales, porque no se dejan llevar por la pulsión de la venganza. Por eso son seres humanos superiores.

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