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Esta columna defiende el valor de la realidad sin adjetivos, lo cual es, a su turno, una adjetivación; por eso parece contradictoria. Pero no lo es, porque no milita por eliminar los adjetivos, o por suprimir la relativización del mundo (algo imposible e indeseable), sino por reducir su intensidad.

Esta columna defiende el valor de la realidad sin adjetivos, lo cual es, a su turno, una adjetivación; por eso parece contradictoria. Pero no lo es, porque no milita por eliminar los adjetivos, o por suprimir la relativización del mundo (algo imposible e indeseable), sino por reducir su intensidad.

Con los adjetivos valoramos el mundo en el que vivimos. Nada más humano que darle un toque subjetivo a la existencia, apropiarse de su sentido y acomodarla a la mente emocional; siempre ha sido así y así lo seguirá siendo. Pero quizás nunca como hoy la adjetivación había opacado tanto la realidad ni la realidad había sido tan sustituida por la percepción de la realidad. “Eso puede ser lo que usted cree, pero esto es lo que yo siento”, dicen muchos jóvenes de la llamada generación Z. Cada vez es más frecuente que gente de todas las edades, en lugar de decir “esto es lo que yo pienso”, diga “esto es lo que yo siento”, y ni qué decir de la ubicuidad del “like” y el “don’t like”. Las cosas han pasado a ser definidas por los adjetivos calificativos: la paz sí, pero justa; la ley sí, pero razonable; la verdad sí, pero recta; el lenguaje sí, pero incluyente, la libertad de expresión sí, pero para decir lo correcto. Por estos días el presidente Gustavo Petro estuvo hablando de la inscripción “libertad y orden”, que está en la parte superior del escudo nacional, para señalar que orden sí, pero siempre y cuando fuera justo.

Toda esta adjetivación refleja las buenas intenciones que animan los tiempos actuales. Y eso está bien, por supuesto, pero me temo que opaca la parte sustantiva de la realidad, la que no depende de la mirada personal, la que es común a todos, la que no politiza ni relativiza lo que ocurre. La ley, por ejemplo, tiene un valor en sí misma y es por eso hay que obedecerla, incluso cuando no se está de acuerdo con lo que ordena, lo cual, por supuesto, no excluye que sea legítimo intentar cambiarla. Si la validez de las leyes dependiera de la manera como las valoramos, cada cual se convertiría en un juez de última instancia que decide si una ley es válida o no. Algo parecido pasa con el orden. En toda sociedad debe haber gobernantes y gobernados, procedimientos administrativos, manuales de uso, opiniones de expertos, horarios que se respeten, criterios de eficiencia, definición de prioridades, rendición de cuentas y terceros que resuelvan conflictos; todo eso es parte esencial del orden y tiene un valor en sí mismo, sin distinción de ideologías o de partidos políticos. No hay, hasta donde yo sé, revoluciones políticas inspiradas en el desorden y, si las hay, fracasan. Es cierto que un orden justo es preferible a un orden injusto, pero también lo es que el simple orden es superior al desorden y, por pretender el orden justo, no debemos echar por la borda el orden a secas. De la misma manera, una ley justa es mejor que una injusta, pero la legalidad vale más que la ilegalidad.

La política se ha convertido en el reino de la adjetivación; en un campo de batalla de elogios e insultos que lo invade todo; por eso hemos dejado de entendernos. Lo que es paz para unos es guerra para otros, la libertad de unos es la esclavitud de otros, la justicia es la tiranía. Los sustantivos adjetivados han perdido su base real, se han convertido en etiquetas de tribu y la conversación entre gente que piensa distinto se ha vuelto difícil porque las partes han perdido el piso de lo real. Por eso cada vez hablamos más, nos comunicamos más, pero nos entendemos menos.

Esta columna defiende el valor de la realidad sin adjetivos, lo cual es, a su turno, una adjetivación; por eso parece contradictoria. Pero no lo es, porque no milita por eliminar los adjetivos, o por suprimir la relativización del mundo (algo imposible e indeseable), sino por reducir su intensidad, por rescatar lo real sin epítetos en aras de una conversación más fluida entre personas que piensan diferente.

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