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Drogas y mujeres

Llevamos décadas machacando el enfoque de género en la política de drogas, pero no logramos dar el paso para determinar qué hace de una política de drogas una lucha feminista. | Dejusticia con imágenes de EFE

Ser mujer e involucrarse con las drogas es una combinación trágica en Colombia. Sin embargo, en los recientes debates presidenciales, las candidatas y candidatos patinaron en esta pregunta: ¿cuál sería el enfoque de género en su política de drogas?

Ser mujer e involucrarse con las drogas es una combinación trágica en Colombia. Sin embargo, en los recientes debates presidenciales, las candidatas y candidatos patinaron en esta pregunta: ¿cuál sería el enfoque de género en su política de drogas?

Van dos debates con precandidatos presidenciales sobre la política de drogas en la Universidad de los Andes por iniciativa del Cesed; el primero fue el 21 de septiembre y el segundo fue el 5 de noviembre.

Por momentos eran claros ciertos consensos: la estrategia actual ha fallado, hay que cumplirle al campesinado, las drogas deberían ser un tema de salud pública, entre otros enunciados que ya son parte del paisaje de lo políticamente correcto. Persisten, eso sí, muchas diferencias en los métodos para llegar a esos objetivos.

Sin embargo, en ambos debates hicieron una pregunta del público en la que todas y todos los candidatos, sin falta, patinaron miserablemente: ¿cuál sería el enfoque de género en su política de drogas?

Ni los más críticos de la guerra contra las drogas y la prohibición supieron cómo contestar esa pregunta. En el fondo esa patinada de quienes participan en la contienda revela que no hay una política de drogas para las mujeres. Y esto no es solo culpa de quienes están en la contienda; tampoco hay una preocupación pública sobre lo que pasa en la intersección drogas-mujeres y qué se podría hacer para romper las trampas que hay ahí.

Les compartimos algunas de las piruetas de precandidatos y precandidatas para decir todo y nada al tiempo. Por ejemplo, Camilo Romero, quien al saludar el espacio dijo que “la nueva política es feminista o no es”, a lo sumo alcanzó a esbozar que hay que priorizar la titulación de tierras para mujeres cabeza de familia en el Pnis, tema en el que Petro coincidió.

Nieto, Gaviria, y Valencia no dijeron nada. Cristo y Barreras hablaron algunas vaguedades sobre la necesidad de la participación de las mujeres en el diseño de la política de drogas. Echeverry lanzó la trillada preocupación sobre los niños y niñas en las calles para terminar diciendo “a mí me encantan las preguntas de género”, pero en realidad no contestó esa pregunta que tanto le encanta.

Robledo habló de cambios culturales necesarios para derrotar el machismo sin nada concreto sobre drogas. Cárdenas se remitió a su experiencia en el DNP con el programa Familias en Acción y mencionó, como otros, la titulación de tierras a nombre de mujeres. Rodríguez empezó a divagar sobre la necesidad de abandonar el odio.

La única que dio puntadas más específicas fue Francia Márquez: habló de una reforma agraria ecológica y feminista, de la necesidad de que la regulación del cannabis repare a las víctimas de la prohibición y de poner al centro de las políticas el cuidado de la tierra. Pero aunque la precandidata profundizó un poco más que sus colegas, las propuestas fueron, en este tema, una competencia por lo bajo.

Ser mujer e involucrarse con las drogas es una combinación trágica en el país. Las sustancias que están declaradas ilícitas —marihuana, cocaína y heroína— existen en entornos asociados con la criminalidad y la violencia, donde la norma es el uso de la fuerza y la coerción. A su vez, la respuesta del Estado a estos mercados es el castigo —penal, administrativo o social— y la represión como métodos predilectos para seguir ese error que se llama “la lucha contra el flagelo del narcotráfico”.

La guerra contra las drogas se escenifica en el entramado de las narrativas y relaciones de género y, desde ahí, se ejerce vigilancia y disciplina sobre las vidas y los cuerpos de las personas, para no “caer” en las drogas, para no ser un “maleante” o un “vicioso” o un “narcocultivador”.

Estas narrativas son, además, siempre masculinas, pues en últimas las prácticas performativas del género están informadas por estas normas sociales. La intoxicación, tomar riesgos, delinquir, usar violencia, probar sustancias desconocidas son prácticas asociadas a lo masculino.

Cuando las mujeres incursionan en los mundos de las drogas llega, entonces, una serie de señalamientos. Controvierten lo que se espera de ellas; ser buenas madres, hijas, esposas, hermanas. La idea de la “buena mujer” está asociada al cuidado y, especialmente, a la maternidad. Como afirma la investigadora Fiona Macauly, “las nociones de pureza y pasividad se alteran cuando las mujeres se involucran con las drogas como consumidoras que buscan placer”. Buscar el placer es disruptivo en una sociedad donde las mujeres ni siquiera tienen tiempo para el ocio o el descanso por la carga de cuidado que llevan. Probar drogas, explorar con estados alterados de conciencia, se hace a riesgo de ser juzgada como mala mujer.

Pero, además, la política de drogas opera sobre estructuras ya existentes de desigualdad y discriminación. Las tasas de desempleo son más altas en la población femenina y las vidas de las mujeres en Colombia están atravesadas por una serie de trampas de la pobreza: embarazo adolescente, escasas oportunidades de formación y empleo, ser cabezas de hogar, estar a cargo del cuidado no solo de los hijos e hijas, sino también de las personas mayores.

En estos contextos, cuando hay ofertas de ingreso a través de transacciones con drogas, a menudo es la única oportunidad que les llega a muchas mujeres en escenarios de desesperación. Esa acción es luego castigada con severidad por el Estado, como si fueran mujeres que hubieran orquestado un meticuloso y millonario robo, pero apenas estaban transando lo necesario para llevar comida y sustento al hogar.

 

¿Qué diagnóstico se puede hacer hoy sobre las afectaciones de la política de drogas sobre las mujeres?

Tomémonos unos párrafos para hacer un zoom a lo que implican todas estas trampas del género y las drogas en cada fase.

Como el supuesto es que las mujeres no se relacionan con las drogas, en la fabricación, en el tráfico o en el uso, termina habiendo un vacío de información. Y allí es donde está la razón para explicar por qué es aún difícil plantear acciones diferenciales para las mujeres en la política de drogas.

No hay avance en política pública alguna sin una línea base que permita medir la situación actual, plantear las acciones para cambiar la situación y medir luego si esas acciones sirvieron. Sin evidencia que muestre los problemas es difícil saber cómo salir del “a mí me encantan los temas de género”.

No sabemos cuántas familias campesinas derivan sus ingresos de la hoja de coca; mucho menos, cuántas mujeres hacen parte del fenómeno. Las cifras aproximadas con las que cuenta la Dirección de Sustitución muestran que hay al menos 215 mil familias relacionadas con la hoja de coca, y, de acuerdo con Gpaz, el 36 % de las familias vinculadas al Pnis están representadas por mujeres.

En la producción cocalera las mujeres trabajan en el cultivo, preparan los alimentos para los trabajadores de la finca y participan en la transformación de la hoja de coca en pasta base. También hay mujeres que no tienen cultivos propios pero trabajan como jornaleras y raspachinas en otros cultivos. Estas jornadas de trabajo se suman a las responsabilidades de cuidado en el hogar y, en varios casos, a las labores de liderazgo comunitario.

La coca tuvo consecuencias agridulces para las mujeres. De un lado trajo la violencia, el conflicto armado y el glifosato. Por el otro, generó recursos para las familias. De las consecuencias que más carga de género tiene la política es el efecto de las fumigaciones en los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres.

Un estudio en 2017 mostró que en aquellos municipios con fumigaciones los abortos espontáneos aumentaron 8,7 %. Por otro lado, para las mujeres también significó la llegada de ingresos estables. Gracias a la coca, el ingreso de las mujeres se equiparó al de los hombres y triplicó el ingreso de las demás mujeres rurales. La coca facilitó que las mujeres generaran más de 100 mil pesos por hectárea, mientras que el ingreso promedio de las mujeres rurales por fuera de la coca es de 34.405 pesos por hectárea. La remuneración por su trabajo además era invertida en mejoras para la finca, la educación y la salud en el hogar.

No es que la coca lo haya solucionado todo, pues no transformó la inequitativa distribución del cuidado al interior de las familias campesinas; más bien fue un elemento que permitió que las mujeres tuvieran una situación diferente para negociar el cuidado y su participación en la vida pública. La gran pregunta que surge de la implementación del Pnis es si logrará reconocer los avances económicos que tuvo la coca para las mujeres o si reducirá sus ingresos.

En la fase de tráfico y comercialización de drogas existe un patrón similar, las mujeres se involucran en el negocio al vaivén de las necesidades de sus familias y las condiciones estructurales de desigualdad en las que han vivido. Luz Piedad Caicedo asegura que lo que caracteriza a las mujeres que terminan presas por delitos de drogas es la pobreza acentuada por la inequidad de género. De manera que su vinculación a la industria está enmarcada en las opciones que el patriarcado militarizado les ofrece como almacenistas, transportadoras o “jíbaras”. Son formas de participación en el mercado que están mediadas por la instrumentalización del cuerpo y las expectativas sociales. Las mujeres son “menos sospechosas”, pero también “más débiles” y, por tanto, usadas en tareas de alto riesgo, pero fácilmente reemplazables.

Múltiples organizaciones se han preocupado por el incremento del uso de la represión penal para dar respuesta al involucramiento de mujeres pobres en la economía del narcotráfico. De acuerdo con el Inpec, para noviembre de 2021 el 41 % de las mujeres encarceladas lo estaban por delitos de drogas, mientras que en el total de la población penitenciaria las personas encarceladas por tráfico de estupefacientes representan el 11 %.

El encarcelamiento de mujeres resulta en la destrucción del hogar, y la desprotección de las personas bajo su cuidado. Pero además, contrario a un hombre en prisión que comúnmente recibe visitas, alimentos, y toda una red de apoyo, las mujeres en prisión son abandonadas completamente.

Según la Unodc, el 58 % de las mujeres presas por delitos de drogas eran jefas de hogar y tenían en promedio tres hijos. De hecho, en el 44 % de los hogares ellas eran las principales proveedoras. El 57 % trabajaba en el rebusque o haciendo aseo en casas. Casi la mitad reportó haber sido víctima de violencia basada en género, incluso un 19 % de violencia sexual. Al ingresar a la prisión se enfrentan a la precariedad del sistema penitenciario, declarado en crisis en repetidas ocasiones por la Corte Constitucional.

A pesar de los esfuerzos del Gobierno Nacional en el cumplimiento de los estándares establecidos por el alto tribunal, la Comisión de seguimiento a la Sentencia T-388 de 2013 declaró que las mujeres enfrentan dificultades en el acceso al saneamiento, a comida digna, a medicamentos y servicios de salud adecuados a sus necesidades (por ejemplo, acceso a la citología o mamografía).

Incluso, hay ocasiones en que se limita el acceso a material higiénico. Sin que la prisión resocialice, los programas de capacitación para la vida en libertad reproducen los estereotipos de género y muchas veces no corresponden con las oportunidades laborales que esperan las mujeres al salir de la prisión.

En cuanto al uso de drogas hay más vacíos que certezas, pues sencillamente conocemos muy poco sobre esta intersección. Los resultados de la última encuesta de consumo muestran que un 10 % de la población colombiana usó alguna sustancia ilegal al menos una vez en la vida, y, desagregadas por sexo, esta proporción es del 14 % en hombres y 6,3 % en mujeres.

Al igual que en la población penitenciaria, las políticas de atención a los problemas derivados del consumo o las políticas de reducción de daño no se diseñan con enfoque de género. Un ejemplo es el de las usuarias de heroína en Pereira. De acuerdo con el Ministerio de Justicia, para 2015, 2.442 personas usaban heroína por vía inyectada en Pereira (92,4 % eran hombres y 7,6 %, mujeres), pero al momento de reportar las cifras de sobredosis no había desagregación.

Como documentamos en una investigación reciente realizada con la Corporación Temeride, las mujeres que usan drogas son objeto de violencia sexual por parte de policías y transeúntes, sus posibilidades de ejercer la maternidad son cuestionadas y a menudo se hacen exigencias en entornos de tratamiento que no tienen en cuenta las responsabilidades de cuidado que ellas tienen.

El hecho de que el 95 % de los municipios del país no tengan ninguna oferta de respuesta para los problemas derivados del consumo resulta en las dificultades reforzadas para que las mujeres puedan acceder a servicios acotados a sus necesidades. Incluso hay casos de centros donde se las somete a parámetros machistas de ropa para evitar “distraer a los muchachos” en su proceso terapéutico. Interesa “salvar” a los hombres de las drogas y, a las mujeres, solo desecharlas.

 

Las preguntas que deben abordar los y las candidatas

Todos estos problemas que atraviesan a las mujeres en su relación con las drogas exigen una postura clara de las personas que aspiran a la Presidencia.

Por eso queremos lanzar estas preguntas, y que los y las candidatas incluyan, en sus propuestas programáticas, propuestas para estos asuntos. Puede que las propuestas sean preliminares, inacabadas, pero justo a lo que llamamos es a estudiar el fenómeno, invertir recursos para construir la evidencia necesaria, con participación de las mujeres implicadas, que puedan inspirar mejores respuestas es una forma sostenible de abordar la política de drogas con enfoque de derechos.

• ¿Qué haría usted para mejorar la información y el diagnóstico sobre la intersección entre drogas, políticas de drogas y mujeres?

• ¿Cómo mejorar los enfoques de reducción de daños a los contextos locales y ajustarlos a las necesidades de las mujeres?

• ¿Cómo asegurar que los procesos de sustitución de cultivos no les arrebaten a las mujeres la independencia que ganaron con la coca?

• ¿Cómo reparar los daños causados a las mujeres en nombre de la guerra contra las drogas?

Llevamos décadas machacando el enfoque de género en la política de drogas, pero no logramos dar el paso para determinar qué hace de una política de drogas una lucha feminista. Necesitamos los detalles porque, como siempre, es en ellos donde está el diablo.

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