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LOS COLUMNISTAS NO SÓLO CRITICAmos mucho sino que recibimos críticas por montones.

LOS COLUMNISTAS NO SÓLO CRITICAmos mucho sino que recibimos críticas por montones.

LOS COLUMNISTAS NO SÓLO CRITICAmos mucho sino que recibimos críticas por montones.

A mí me suelen reprochar el hecho de que a veces generalizo indebidamente. Quizá tengan razón. Pero no voy a discutir ahora lo que he dicho en el pasado; sólo quiero reivindicar —generalizando, una vez más— el uso de las afirmaciones generales, no sólo en las columnas de opinión.

Empiezo por reconocer los riesgos de este tipo de lenguaje. Como dijo A. Dumas, “todas las generalizaciones son peligrosas, incluida esta misma”. Pero sin las generalizaciones la comunicación sería imposible. Las palabras que utilizamos son la decantación unitaria de una experiencia múltiple que no podemos abarcar: llamamos árbol a un objeto imaginario que no coincide con ninguno de los árboles concretos que hemos visto. El lenguaje es una representación y como tal es una versión incompleta del mundo; pero ése es el único mundo del que podemos hablar. En Del rigor en la ciencia, Borges cuenta de un reino en el cual el arte de la cartografía había logrado tal perfección que el mapa del imperio coincidía puntualmente con el imperio mismo; pero claro, ese mapa fue abandonado por engorroso e inútil. Lo mismo pasa con las palabras; el lenguaje absolutamente preciso, detallado y justo paraliza el habla y anula la dosis de imaginación que le hace falta al conocimiento. Si eso pasa con las palabras que designan cosas tangibles, como árbol o casa, con mayor razón sucede con aquellas que designan ideas, relaciones o principios: la humanidad lleva siglos tratando de precisar el contenido de términos como “justicia”, “bondad” o “libertad” y no parece haber llegado a un acuerdo. Pero la vida social, o incluso familiar, sería impensable si por esa dificultad decidiéramos suprimir esos conceptos de nuestra comunicación diaria.

Algunos pensadores escépticos han querido hacer justamente eso; proponer que sólo hablemos de aquello que experimentamos (empiristas) o que sólo utilicemos palabras que nombren cosas individuales, que según ellos son las únicas que existen (nominalistas). Ludwig Wittgenstein, uno de los filósofos más importantes del siglo XX, sostuvo al inicio de su carrera que cuando no podemos decir algo con certeza, es mejor que nos quedemos callados. Años después se dio cuenta de que esta afirmación esterilizaba el pensamiento y de que todo lenguaje era aceptable, siempre y cuando siguiera las reglas propias de su estilo, que podía ser científico, literario, político, artístico, etc.

Hay toda una porción del pensamiento para la cual no tenemos certezas y por eso estamos obligados a generalizar; pero eso no nos condena al mundo de la mera especulación o de los gustos personales. Redactar una ley científica no es lo mismo que escribir un poema. La discusión sobre si debemos tener o no tener reforma agraria no es un enunciado de la misma naturaleza que la discusión sobre si es mejor el helado de chocolate que el de vainilla. Lo primero es discutible, lo segundo no.

Pero claro, el problema con las generalizaciones es que casi nadie las controla y que la falta de control conduce fácilmente al abuso. La historia del pensamiento social en Colombia está llena de esos abusos y hay que hacer todo lo posible por evitarlos, fomentando la crítica y denunciando a los diletantes.

Pero en esta tarea depuradora no creo que un buen inicio sea, como proponía el joven Wittgenstein, sugerir que nos quedemos callados cuando hablamos en términos generales que no podemos demostrar.

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