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El domingo pasado se publicó aquí un artículo de James Robinson en donde se sostiene que no es posible modernizar el país con programas de redistribución de tierras, tal como se pretende hoy en las negociaciones de La Habana.

El domingo pasado se publicó aquí un artículo de James Robinson en donde se sostiene que no es posible modernizar el país con programas de redistribución de tierras, tal como se pretende hoy en las negociaciones de La Habana.

Por esa vía, dice Robinson, solo se consigue institucionalizar la pobreza y enfurecer a las élites regionales, con lo cual el conflicto colombiano seguirá intacto. Más vale, dice, apostarle a la educación en las ciudades, donde el Estado es más capaz y eficiente. En cuanto al conflicto agrario, dice que lo mejor es dejarlo marchitar. Que las élites, inescrupulosas por naturaleza, resuelvan ese problema invirtiendo y produciendo riqueza en el campo. Luego vendrá el Estado para domesticarlas. Eso era justamente, dice Robinson, lo que proponía Vicente Castaño. Claro, agrega, esto es menos deseable que la Paz Territorial que propone Sergio Jaramillo, pero es más realista y tiene mayores posibilidades de éxito.

En el fondo de este debate está la tensión entre dos propósitos estatales: acabar con la injusticia social y lograr el desarrollo económico. Muchas de las posiciones en esta discusión desconocen uno de estos fines en beneficio del otro. En materia de salud, por ejemplo, algunos estiman que el Estado no debe reparar en límites presupuestales cuando de proteger el derecho a la salud se trata. Si un paciente requiere de un trasplante de médula (como ocurrió con Camila Abuabara) y ese procedimiento es más efectivo en los Estados Unidos, entonces el Estado debe pagar por ello en el exterior. El problema es que este idealismo jurídico puede poner en riesgo todo el sistema de salud, con lo cual todos pierden, sobre todo los pobres.

Robinson hace justo lo opuesto: desconoce la injusticia social (los derechos) en beneficio del desarrollo. Si, por ejemplo, la restitución de tierras a los campesinos no produce desarrollo, entonces hay que olvidar el despojo que padecieron y buscar políticas más rentables. La justificación es esta: con el desarrollo vendrá no solo la mayor riqueza de los ricos, sino la mejor condición de los pobres, como si todos hicieran parte de una marea que sube. Es posible que los despojados no alcancen esos beneficios; solo sus hijos o sus nietos. ¡Qué le vamos a hacer si la historia no es justa! Este realismo cínico del profesor Robinson es la contracara del idealismo jurídico.

Pero esta teoría no solo es empíricamente dudosa (ver las críticas de Francisco Gutiérrez y Camila Osorio al texto de Robinson), sino moralmente insostenible. Es dudosa porque es posible que las políticas redistributivas sean un camino más expedito hacia el desarrollo, como lo sostienen hoy muchos economistas (Amartya Sen, por ejemplo). Pero incluso si no fuese así, y si Vicente Castaño tuviese razón, su propuesta sería moralmente cuestionable. En una sociedad que garantiza los derechos, el Estado no puede dejar de hacer algo por una población víctima (de despojo, por ejemplo) con la idea (incierta) de que las cosas serán mejor para las generaciones futuras.

En esto, los economistas conservadores se parecen a los marxistas ortodoxos. Ambos desconocen reformas puntuales que mejoran la situación de la gente, con el argumento de que esas reformas impiden lograr, en el futuro, el sueño total, bien sea capitalista o socialista. Ambos hipotecan el presente con la promesa de un paraíso fortuito.

El desarrollo debe hacerse con justicia social y la justicia social con desarrollo. Para lograr eso hay que adoptar una actitud intermedia y razonable que se aparte no solo del cinismo, propio de cierto realismo económico, sino de la ineficacia, propia de cierto idealismo jurídico.

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