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multitud y perfilamiento

Hoy, la inteligencia en fuentes abiertas y la inteligencia en redes sociales en manos del Estado parecen poner en jaque la privacidad de ese otro espacio público, moderno y masivo que es internet. | Carlos Ortega, EFE

Durante el siglo XIX y gran parte del XX, las ciudades modernas y sus espacios públicos fueron sinónimo de anonimato. Sin embargo, la figura del flâneur, o caminante sin rumbo, ya es imposible en la era de Internet.

Durante el siglo XIX y gran parte del XX, las ciudades modernas y sus espacios públicos fueron sinónimo de anonimato. Sin embargo, la figura del flâneur, o caminante sin rumbo, ya es imposible en la era de Internet.

A la caída de una tarde de otoño, frente a un café en Londres, empieza una tenaz persecución. Luego de ver pasar miles de caras en la multitud, el perseguidor se fija en una que absorbe su atención. Sin motivo aparente, se pone deprisa el gabán y se abre camino en la dirección que le había visto tomar. Dedica toda la noche a recorrer la ciudad siguiendo aquella figura que vaga sin rumbo. Al alba, mortalmente cansado y deteniéndose frente al errabundo, llega a una conclusión: “Este viejo —se dice— es el tipo y el genio del crimen profundo. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería inútil seguirle, pues no lograría saber más de él ni de sus actos”.

Las ciudades modernas y sus espacios públicos fueron durante mucho tiempo sinónimo de anonimato. La figura del flâneur, o caminante sin rumbo, que tan famosos hizo a Baudelaire y Walter Benjamin, solo es posible en la multitud anónima e irreconocible, características habilitadoras de la privacidad. La historia de más arriba es la trama de El hombre de la multitud, un cuento de Edgar Allan Poe publicado en 1840.

Hoy, la inteligencia en fuentes abiertas y la inteligencia en redes sociales en manos del Estado parecen poner en jaque la privacidad de ese otro espacio público, moderno y masivo que es internet. La recolección, procesamiento y análisis de información que permite saber quién es en detalle una persona saca provecho del rastro que dejamos de nuestra actividad en línea. Los comentarios, me gusta, lo que compartimos, nuestros amigos y seguidores… todo está servido en bandeja de plata para los perseguidores digitales. En vez de seguir desesperadamente al anónimo caminante por las calles de Londres, al perseguidor moderno le basta con hacer clic.

Gracias al reportaje “Las Carpetas Secretas” de Semana, sabemos que el Ejército Nacional aprovechó la información disponible en internet y en redes sociales para perfilar a 130 personas entre periodistas, funcionarios públicos y defensores de derechos humanos. Sus publicaciones en redes sociales (Facebook, Twitter e Instagram) y los metadatos de cada post (sobre desde qué lugar se publica una foto) fueron usados para responder una pregunta en apariencia sencilla: ¿quién es esta persona? También permitieron establecer quiénes eran sus contactos y seguidores más cercanos, y cuáles sus temas de conversación e interés.


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Para complementar la cantidad de información obtenida a través de redes sociales, los investigadores acudieron también a información pública, disponible en internet. Ingresaron a dos registros —de la Registraduría y del RUNT— con los que fue posible identificar el puesto de votación y la información sobre multas de tránsito de algunas de las personas perfiladas, lo que apuntó a algunas de sus rutas acostumbradas y su lugar de residencia. No se trata de una tarea sofisticada, solo hace falta acceso a la Red, un computador y algo de paciencia.

Aunque la inteligencia en fuentes abiertas es muy anterior a internet —echa mano de la búsqueda de información en fuentes públicas y abiertas como la radio, la televisión y la prensa, entre otros—, el escenario de libre flujo de información que trajo la Red es ideal. En comparación con mantener espías en el terreno, es un tipo de inteligencia más barata y menos riesgosa; cualquiera que siga ciertos pasos puede llevarla a cabo, no hace falta ser un experto.

El seguimiento físico de una persona que vaga en el espacio público y del que escribió Poe, concedía al perseguido un cierto anonimato. Y aunque en tiempos de internet el anonimato sirve para cubrir nuestro rastro, lo cierto es que es cada vez más difícil no dejar huella o impedir que otros la dejen en nuestro lugar. La inteligencia en fuentes abiertas saca partido del “efecto de Red”, pues queriéndolo o no todos terminamos atrapados en ella.

Por su parte, la inteligencia en redes sociales  es una práctica más reciente. Se denominó así el interés de la policía de Londres por saber más de la actividad en redes sociales de presuntos criminales y sobre la ciudadanía que se manifestaba en 2011, con ocasión de un arresto fallido que terminó en la muerte de un hombre afrodescendiente. Desde entonces, este tipo de inteligencia sirve a quien la emplea para explotar la información que brota en tiempo real dando cuenta de nuestros gustos, preferencias, opiniones, incluyendo nuestras simpatía o no por la protesta social o el gobierno de turno, así como la conversación que sostenemos sobre esos temas con nuestros círculos más cercanos.

La inteligencia como actividad del Estado es legítima cuando está dirigida a la protección de la seguridad nacional o la seguridad ciudadana. Pero cuando las labores de inteligencia se trasladan al mundo digital sugieren preguntas que la regulación tradicional de estas actividades —que tanto cuesta aplicar— no está en capacidad de responder.

Por ejemplo, la literatura sugiere que su uso debe ayudar a dotar de contexto a los investigadores y que entre adquirir contexto y perfilar a una persona hay un mundo de diferencia. Se trata, ya no de la recolección de información dubitativa y condicional donde la presunción de inocencia se mantiene, sino de la recolección de información que fundamenta la sospecha que pesa sobre la persona bajo escrutinio. ¿Conocer los gustos, los amigos, la actividad y los lugares que frecuenta una persona equivale a adquirir contexto?

Internet y su uso para labores de inteligencia en manos del Estado abren la puerta a preocupaciones en el espacio público digital. Por su facilidad, cualquier entidad pública puede llevarla a cabo y en tanto que la información de interés ha sido publicada por la propia persona que está bajo la lupa, ¿por qué habrían de estar obligadas a pedir permisos de uso? Una pregunta que tiene mucho que ver también con viejas preocupaciones sobre la protección de la privacidad en el espacio público fuera de línea. Se trata de un panorama que le pondría a Baudelaire y a Benjamin los pelos de punta, y del que seguro Orwell tendría mucho que opinar.

Como ya no estamos en la época de Poe, en la que se siguen los pasos de una persona para saber quién es, urgen  salvaguardas institucionales para evitar que la inteligencia del Estado en internet y en redes sociales se convierta en nueva forma de vigilancia sin límites y sin guardián a la vista.

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