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En Colombia somos parroquiales y ensimismados. Necesitamos otra manera de lidiar con nuestra pequeñez individual y social que no sea la religión, la ideología maximalista o el menosprecio por los demás.

En Colombia somos parroquiales y ensimismados. Necesitamos otra manera de lidiar con nuestra pequeñez individual y social que no sea la religión, la ideología maximalista o el menosprecio por los demás.

La semana pasada escribí sobre el tiempo; sobre la manera como lo percibimos y sobre lo difícil que es, en Colombia, pensar en el mediano plazo, es decir, en una temporalidad intermedia entre el frenetismo de los acontecimientos cotidianos y la intemporalidad de los fundamentalismos religiosos o políticos. Ahora quiero hablar del espacio, que no se puede concebir sin el tiempo y que también puede ser visto de distintas maneras.

Lo primero que impresiona con el espacio es su inconmensurabilidad. Carl Sagan lo dijo de manera tajante y desnuda: “…Vivimos en el planeta insignificante de una estrella monótona, en una galaxia escondida en una esquina perdida de un universo en el que hay más galaxias que personas”. A pesar de esa infinita pequeñez, el ser humano es presumido y fantasioso, y se inventa dioses y paraísos eternos para lidiar con su insignificancia.

La visión que tenemos del espacio-tiempo depende de las circunstancias en las que vivimos. Cada cual percibe el espacio a su manera. Algunos son apegados al terruño, lo defienden con fervor y estiman que no hay lugar mejor en el mundo para vivir; otros, en cambio, son andariegos y se adaptan con facilidad a la gente y a los lugares por donde pasan. A los países, como a las personas, les pasa algo similar. Algunos son parroquiales y ensimismados, otros son maleables y abiertos. Esto puede estar ligado, entre otras cosas, a la geografía: las naciones costeras, impulsadas por los navegantes, fueron más cosmopolitas y más liberales que las naciones incrustadas en las montañas o en el interior de un continente. Colombia pertenece a esta última especie y por eso tiene tantos ultramontanos dispuestos a todo con tal de defender ese mundo ideal (incrustado en el pasado o flotando en el futuro) que reside en sus mentes.

Un rasgo esencial del parroquialismo es la desconfianza frente a quienes no hacen parte de su terruño, de su familia, de su clan, de su grupo. En las encuestas sobre confianza que se hacen en Colombia se aprecian altos niveles de desconfianza que van creciendo a medida que se pregunta por personas menos relacionadas: cuando se pasa de la familia al grupo de amigos, a la gente del barrio, del pueblo, del municipio, de la región y del país, los niveles de desconfianza aumentan: mientras más lejano y más indiferente es alguien, peor es la imagen que se tiene de él.

Tal vez por eso, por ser demasiado parroquiales y desconfiados, aquí nunca hubo una política favorable a la inmigración, como sí la hubo en muchos otros países de América Latina. Muchas de nuestras élites gobernantes no han podido ver más allá de sus narices y cuando se comparan con otras en el exterior, otras que han ayudado a construir sociedades más estables, más desarrolladas y más democráticas, se consuelan pensando que los fracasos de este país no tienen nada que ver con ellas y que aquellas élites, en Francia, Estados Unidos o Alemania, no tienen nuestras virtudes íntimas, ni nuestro carácter. Les pasa lo que le pasaba al zorro en la fábula de La Fontaine cuando no podía alcanzar las uvas maduras que colgaban de una breña y se consolaba pensando que estaban verdes.

Necesitamos otra manera de lidiar con nuestra propia pequeñez individual y social; otra manera que no sea la religión, la ideología maximalista o el menosprecio por los demás. Ampliar nuestra concepción del espacio-tiempo nos puede ayudar a eso: a pensar más en el mediano plazo para ser más solidarios con las generaciones que vienen y a extender nuestra visión del espacio para ser menos parroquiales y más abiertos al mundo.

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