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Getsemaní, Cartagena

Eran días de estrecheces económicas, pero ser vecinos del Calamarí, el Bucanero, el Colón y el Cartagena, los teatros, nos facilitaba entrar gratis. | Wikimedia Commons

Regreso a los antiguos teatros y aquí está la ciudad, transformándose. Un hotel se levanta sobre sus escombros y los de las edificaciones vecinas. Cartagena cambia, las viejas referencias desaparecen y dan paso a otras.

Regreso a los antiguos teatros y aquí está la ciudad, transformándose. Un hotel se levanta sobre sus escombros y los de las edificaciones vecinas. Cartagena cambia, las viejas referencias desaparecen y dan paso a otras.

Esta semana pasé por los viejos teatros del Centro Histórico (teatros, porque en Cartagena eso de salas de cine no pegó en el habla popular) hoy reducidos a piedras y escombros de los que seguramente renacerá alguna moderna construcción de colores brillantes o blancos impolutos.

La nostalgia me invadió y apuré el paso hasta la calle del Guerrero, entré al pasaje Mebarak y me paré en la mitad del último centro de manzana que queda en Getsemaní. Siempre me gustó estar ahí, en medio del piso de tierra de la pequeña plaza, y apreciar las dignas casitas de este conjunto habitacional. Aquí no hay vestigios de ornato monumental, por el contrario, son construcciones setenteras con una terraza en la que cuelgan su ropa los vecinos.

Me gusta ver la vida que veo allí. Me recuerda otros tiempos, cuando caminaba con mi hermano desde el Colegio Central de Cartagena, en las tripas de ese lugar pletórico de olores y sudores que era la calle Primera de la Magdalena, para luego subir los cuatro pisos del edificio Puerta del Sol, donde vivíamos, ahí donde ahora queda Quiebracanto, el popular templo salsero. Eran días de estrecheces económicas, pero ser vecinos del Calamarí, el Bucanero, el Colón y el Cartagena, los teatros, nos facilitaba entrar gratis. Yo prefería el Calamarí, su sala chiquita, de buenas películas, siempre cogida de la mano de mi primer novio.

De la calle del Guerrero caminé hasta La Sierpe y para acortar camino entré por un solar que ahora es parqueadero hasta llegar “Donde Pacho”, en la Calle Larga, y encontrar su cara que me es familiar desde hace 20 años, en el mismo lugar, con sus pocas palabras, su buena música y el mejor ceviche del mundo. A él le compré, cuando apenas empezaba el milenio, la champaña de mi matrimonio, que celebré cerca de allí, a unos pasos de la Plaza del Pozo, cuando el barrio no estaba de moda.

Me tranquiliza que Pacho sigue ahí, cómo las decenas de negocios del Centro Comercial Getsemaní. En los últimos años he procurado comprar allí cualquier cosa que necesito, convencida de que si los negocios siguen vivos, este espacio seguirá siendo lo que es, un detodito. Aquí mando a arreglar el celular, saco fotocopias, compro la tinta de la impresora, me depilo, y vuelvo Donde Pacho por otra cerveza. Me gusta esta Cartagena diversa, acalorada y bulliciosa que tiene sus últimos reductos en lugares como éste.

Regreso a los antiguos teatros y aquí está la ciudad, transformándose. Un hotel se levanta sobre sus escombros y los de las edificaciones vecinas. Cartagena cambia, las viejas referencias desaparecen y dan paso a otras. Recuerdo entonces “Los fantasmas del Roxy”, el réquiem de Serrat a un teatro de su juventud, con el que me gustaría despedir al viejo Calamarí… “En medio de una roja polvareda el Roxy dio su última función, y malherido como King-Kong se desplomó la fachada en la acera. Y en su lugar han instalado la agencia número 33 del Banco Central. Sobre las ruinas del Roxy juega al palé el capital”.

 

Foto por Joe Ross de Lansing, Michigan (Getsemani Street Scene, Cartagena, Colombia) [CC BY-SA 2.0 ], via Wikimedia Commons 

De interés: Cartagena

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