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El señor Procurador de este país es conocido por sus enérgicas convicciones religiosas, las cuales, según dice, iluminan su vida pública y privada.

El señor Procurador de este país es conocido por sus enérgicas convicciones religiosas, las cuales, según dice, iluminan su vida pública y privada.

El señor Procurador de este país es conocido por sus enérgicas convicciones religiosas, las cuales, según dice, iluminan su vida pública y privada.

Tal vez por eso es que una buena parte de la opinión y de los medios de comunicación ven en él a un defensor de la moral y a un luchador contra la corrupción. Yo, sin embargo, no creo en esa asimilación tan fácil entre religiosidad y moralidad, y más bien pienso que el procurador, con su consabida habilidad política, engaña al país haciéndole creer que por el hecho de ser muy creyente es también muy bueno.

No me quiero convertir, ni mucho menos, en un juez moral del procurador; lejos estoy de adoptar semejante posición sacerdotal. Solo constato, como ciudadano, que Ordóñez, en el ejercicio de la función pública y a pesar de su religiosidad militante, es tolerante con comportamientos éticamente cuestionables. A veces lo hace para amparar privilegios de los cuales hace o hizo parte, como ocurrió la semana pasada cuando salió a defender a la presidenta de la Corte Suprema de Justicia, la señora Ruth Marina Díaz, quien estuvo de crucero por el Caribe, acompañada por magistrados del tribunal que buscan su voto para ingresar a la Corte y que aparentemente pagaron su viaje. Ordóñez salió en su defensa diciendo que se trata de una gran funcionaria y que, además, no hay que sembrar un manto de dudas sobre permisos como los obtenidos por ella, los cuales, dice, le están conferidos a la rama judicial de manera legal.

Otro de los privilegios defendidos por el procurador es el de las pensiones exorbitantes de los magistrados, las mismas declaradas inexequibles hace poco por la Corte Constitucional y que fueron conseguidas a punta de componendas entre jueces y congresistas.
Otras veces, Ordóñez simplemente tolera prácticas cuestionables. Eso ocurre con la manera abierta y descarada como el procurador hace política clientelista (por ejemplo cuando usó de su poder nominador para lograr su reelección en el Congreso, o cuando recientemente aceptó un homenaje político que le hicieron en Medellín), en contraste con la manera implacable como condena la supuesta intervención política de quienes no son de sus afectos, como ocurrió con el exalcalde Alonso Salazar.

No faltará quien me diga que esta es una columna moralista por el hecho de sugerir que los funcionarios tienen obligaciones éticas que van más allá del cumplimiento de la ley (suponiendo, en gracia de discusión, que Ordóñez cumpla siempre con la ley, lo cual es francamente dudoso). Pues no; esta no es una actitud moralista. Del derecho se puede abusar de mil formas sin violar la ley. Buena parte del arte de la corrupción consiste justamente en eso, en hacer las del diablo por las vías legales. Criticar eso es un derecho ciudadano y ese derecho y esa crítica son aún más urgentes y están más justificados cuando el funcionario público se presenta a sí mismo como un paladín de la moral pública.

Lo que más molesta de Ordóñez no es que sea moralmente inescrupuloso; si así fuera, pasaría desapercibido entre tantos que hay. Lo que fastidia es que sea eso y que se presente a sí mismo (y que la gente le crea) como un paladín de la honestidad por el hecho de ser muy religioso: es el hecho de haber logrado difundir, en la opinión pública, la idea de que el país tiene en la Procuraduría a un protector de la moral pública por el solo hecho de ser Ordóñez un fundamentalista de la fe.

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