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Hoy, que la Corte Suprema tiene en sus manos una buena terna para la Fiscalía, compuesta por mujeres con formación y experiencia, la demora en la decisión suscita suspicacias. | EFE

El caso de la selección de fiscal sintetiza bien lo que ha funcionado mal con los sistemas de selección que estableció la Constitución Política de 1991. Alejar el fantasma de la politización de la selección de altos cargos del Estado es urgente y debería ser una prioridad para el país y para la propia Corte.

El caso de la selección de fiscal sintetiza bien lo que ha funcionado mal con los sistemas de selección que estableció la Constitución Política de 1991. Alejar el fantasma de la politización de la selección de altos cargos del Estado es urgente y debería ser una prioridad para el país y para la propia Corte.

La Fiscalía empezó la semana pasada un periodo de interinidad. La Corte Suprema de Justicia no llegó a un acuerdo sobre quién debe ser la nueva fiscal general. Por ello, Martha Mancera asumió el cargo transitoriamente. Esta demora de la Corte pone de presente, entre otros temas, la importancia de modificar los sistemas de selección de algunos altos funcionarios.

El caso de la selección de fiscal sintetiza bien lo que ha funcionado mal con los sistemas de selección que estableció la Constitución Política de 1991. En este sistema confluyen el ejecutivo y el judicial, pues el presidente envía una terna y la Corte Suprema elige entre esas tres personas. Este doble procedimiento busca evitar que la persona elegida como fiscal general deba su nombramiento a un solo poder. Es decir, pretende impedir que tengamos un fiscal de bolsillo del presidente o una cuyo único mérito sea su amistad con la Corte.

El resultado debería ser la selección de una persona con altas calidades jurídicas y morales que sea y parezca independiente de los otros poderes del Estado.

En la práctica, el sistema ha tenido un funcionamiento muy diferente al esperado. Durante los primeros años los presidentes enviaron ternas más o menos buenas y la Corte tuvo tiempos rápidos de decisión. Pero con el tiempo, las disfunciones del sistema se han acentuado. Varios presidentes han ternado a sus amigos o a personas cercanas que representan más una promesa de impunidad para sus cercanos que una garantía de calidad en el cargo. Además, incluso cuando la Corte Suprema ha recibido ternas buenas, queda la sensación de que se ha impuesto el que ha ofrecido más cargos o favores a cambio.

Las lógicas del amiguismo y del intercambio de favores han debilitado y deslegitimado a la Fiscalía, pero también a la Corte Suprema. Aunque deberían elegir a la mejor persona para el cargo, han terminado por elegir a personas como Barbosa, quien encarna lo trágico detrás del amiguismo y el clientelismo.


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Hoy, que la Corte Suprema tiene en sus manos una buena terna, compuesta por mujeres con formación y experiencia, la demora en la decisión suscita suspicacias. ¿Por qué no han elegido? Es difícil saberlo a ciencia cierta, pues la deliberación y votación son secretas.

En lo personal, no creo que la Corte haga parte de alguna conspiración contra el presidente, menos aún de algún pacto mafioso. Pero las malas elecciones del pasado y la falta de transparencia en las deliberaciones solo refuerzan la percepción de que la votación está altamente politizada, por el peso del clientelismo o de otros intereses políticos.

De allí la urgencia de cambiar la forma como se eligen cargos como el de fiscal general. Dado que el sistema de selección es definido por la Constitución, parece natural pensar que se requiere una reforma constitucional que adopte un diseño que enfatice en la idoneidad e independencia de la persona seleccionada y reduzca los riesgos de politización del proceso. Esto podría lograrse, por ejemplo, con mecanismos como el que se usó para elegir a los y las magistradas de la JEP. Se trató de un grupo de personas con el mandato específico de nombrar a dichos magistrados, que tuvo una composición plural y una duración transitoria.

Sin embargo, una reforma constitucional como esta enfrenta varias dificultades. Además de los bloqueos institucionales que existen para discutir y aprobar este tipo de reformas, lo cierto es que la Constitución de 1991 ha mostrado que hasta el mejor diseño puede fracasar si su aplicación no está respaldada por valores democráticos que lo refuercen y que permitan asegurar los propósitos de dicho diseño.

Frente a esas dificultades valdría la pena pensar en alternativas de política adicionales o que no pasen por reformas constitucionales. Por ejemplo, la conformación de las ternas debería permitir un escrutinio público de las hojas de vida que contribuya a identificar las mejores y a promover diversidad. Además, la Corte podría adoptar un mecanismo que incluya deliberación y votación pública y justificada.

Alejar el fantasma de la politización de la selección de altos cargos del Estado es urgente y debería ser una prioridad para el país y para la propia Corte. Sin ello, la confianza ciudadana en las instituciones seguirá erosionándose.


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