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Cientos de miles de refugiados intentan llegar a Europa desde Siria; las guerras civiles en Oriente Medio están cambiando el mapa de los países; el candidato presidencial Donald Trump propone construir un muro en la frontera con México y, para no ir muy lejos, Colombia y Venezuela están a punto de romper relaciones por causa de sus líos fronterizos.

Esta crisis es una manifestación de un problema más profundo y más difícil de resolver: el de un orden mundial diseñado a partir de Estados soberanos en medio de un planeta interdependiente. Es como tratar de gobernar un país con sus alcaldes. Hoy es evidente que problemas como el calentamiento global, los paraísos fiscales, los refugiados, la dispersión de armas nucleares, la deforestación y la extinción del mundo salvaje dependen de variables globales que ningún Estado, por fuerte que sea, es capaz de controlar.

La crisis ha traído consigo, paradójicamente, el fortalecimiento del nacionalismo. Eso está ocurriendo no solo en Europa y en los Estados Unidos, con el avance de los partidos de extrema derecha, sino también en el mundo árabe con el creciente fundamentalismo islámico. La crisis también ha puesto en claro la indolencia de buena parte de los países europeos frente a los refugiados que llegan de Siria, lo cual indica una especie de reblandecimiento moral de la dirigencia europea.

El hecho es que, mientras los desafíos que enfrentan los Estados se han vuelto más globales, los mecanismos institucionales para resolverlos se han vuelto más locales. En lugar de evolucionar hacia la concentración del poder regulatorio, en cabeza de instituciones internacionales eficaces, vamos hacia la dispersión del poder estatal: a principios del siglo XX había menos de 80 países, hoy tenemos casi 200. Para ser manejable, el mundo debería tener hoy unas 10 o 20 confederaciones de estados, vinculadas por un derecho internacional legítimo y eficaz. Muchos analistas internacionales, incluso muchos gobernantes, saben que el único orden mundial posible debe ir por esa vía. Sin embargo, dada la enorme dificultad que representa lograr ese objetivo, se rinden ante la utopía y prefieren intentar pequeños arreglos cosméticos al sistema actual. Esta combinación de pragmatismo y fatalismo nos está conduciendo hacia el abismo.

América Latina es un buen ejemplo de esta actitud miope e incapaz de pensar su futuro sin las ataduras mentales del pasado. El sueño de una América hispana sin fronteras, fundado no solo en razones culturales, sino en el interés político y económico que tendría una gran región latina unida (hoy con más de 600 millones de habitantes), se ha perdido. Más aún, como lo muestra bien César Rodríguez en su columna de esta semana, el apoyo episódico y por conveniencia (no por convicción, ni por razones jurídicas) que los Gobiernos latinoamericanos, empezando por el colombiano, le dan a la OEA y a la CIDH, es una muestra de que vamos por el camino contrario al de la integración. Ni siquiera la idea de salvar la Amazonía, una de las esperanzas de la humanidad, es un motivo para hablar (solo hablar) de unidad. El único gran líder que se refiere a esto es José Mujica, quien se ha convertido en una especie de conciencia moral del continente.

Así pues, la crisis actual de las fronteras es un síntoma de la creciente incapacidad de los Estados, comenzando por los de América Latina. Estamos tratando de evitar, en pleno siglo XXI, una catástrofe planetaria (ecológica, humanitaria, bélica o todas ellas juntas) como si estuviéramos a mediados del siglo XX y con instituciones regulatorias propias del siglo XVIII. Así no se puede.

De interés: Derechos Humanos

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