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Esta es una columna impopular. Es para todos los desadaptados que no nos emocionamos con el fútbol (somos el 6% de la población colombiana, según una encuesta de YouGov).

Esta es una columna impopular. Es para todos los desadaptados que no nos emocionamos con el fútbol (somos el 6% de la población colombiana, según una encuesta de YouGov).

Es más, escribo estas líneas sobre la indiferencia futbolística, mientras el 94% de Colombia, el país más futbolero de los encuestados, disfruta un partido histórico contra Uruguay.
Desde chiquita, en una familia con predominio femenino, el fútbol para mí era un extraño con acento negativo. En mi Barranquilla, ciudad esencialmente futbolera, mientras caía la calurosa tarde de cada domingo y se oía la voz de un locutor de fútbol que aglutinaba muchas palabras en poco espacio para luego extenderse en una sola vocal redonda, para mí sólo se anunciaba el fin del fin de semana y la llegada del lunes con tareas pendientes. Mis escasos viajes al estadio con novios entusiastas fueron otra frustración. Y ahora, en medio de la euforia generalizada, con prensa hablada y escrita que sólo tiene espacio para comentarios futbolísticos, por más que haga el esfuerzo, no logro pertenecer.
Mi indiferencia no se debe a un estudio profundo de las cuotas de mafia que se esconden en este deporte. Tampoco se explica en esta ocasión por los nacionalismos exacerbados y pueriles o por la vergonzante incivilidad de la que hemos dado muestras en nuestro pasado (y presente) futbolero. No. Es simplemente que no pertenezco a esa religión.
Haciendo gala de mi histórica indiferencia, me decido entonces a aprovechar el tiempo, mientras todo el mundo se encuentra paralizado ante los televisores. Pero no tengo mucho éxito. Me siento además cero cómplice de todo el que me rodea: el portero, el policía, mi hijo, mi marido, mis colegas de trabajo, todos se van volviendo poco a poco distantes y compasivos extraños. Como respuesta a mis intentos laborales, obtengo un correo que me grita: ¡Gooooooooooooooool de Colombia!
Cambio entonces de estrategia. Suspendo mis labores para que no digan que soy una amargada. Intento, por enésima vez, involucrarme con el sentimiento popular y empiezo a ver cómo avanza “el esférico” que tiene al país paralizado. Generalmente, no duro muchos minutos antes de perder la concentración, pero esta vez hay una coordinación impecable que arroja un segundo gol, dejando a todo el mundo extasiado. Veo, y sobre todo siento, la emoción de los que están en Colombia, de los hinchas en el estadio, del técnico contenido y de los jugadores en la banca. En mí se genera una emoción igual. Se me sube el corazón a la garganta y no puedo tragar ni hablar. Trato, para no perder la emoción máxima, de no mirar las imágenes del equipo contrario que se muestra totalmente abatido. Creo que he logrado superar mi fuera de lugar y me siento parte de la normalidad: ¡soy una hincha conversa!
Me invade una oleada de optimismo que avanza por todo el país. El equipo colombiano consagrado, disciplinado y sin individualismos dañinos, nos mostró que está entre los ocho mejores del mundo. Me asoma una lucecita de esperanza: lo que ya es un éxito, puede vaticinar otros éxitos aún mayores. Puede que le ganemos a Brasil y quedemos entre los cuatro mejores. Puede también incluso que este sentimiento generalizado del 94% de Colombia trascienda el deporte.
Puede que este momento que podría sonar pueril (pero que es real y generalizado) sea la chispa que contribuya a repensar la cotidianidad de un país. Puede que con todas esas conciencias que estamos vibrando con los goles, impidamos que esta fiesta sea efímera y la transformemos en un camino donde la indiferencia, la incivilidad y la desigualdad estén totalmente fuera de lugar. ¡Permitan que mi nueva calidad de hincha conversa me deje soñar!

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