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La acumulación de pequeños y repetidos atropellos cotidianos hace que la vida en una sociedad libre e incluso democrática se parezca mucho a la vida en una sociedad dictatorial. Voy a ilustrar lo que digo con algunos eventos reales de los cuales he sido testigo en los últimos días.

La acumulación de pequeños y repetidos atropellos cotidianos hace que la vida en una sociedad libre e incluso democrática se parezca mucho a la vida en una sociedad dictatorial. Voy a ilustrar lo que digo con algunos eventos reales de los cuales he sido testigo en los últimos días.

Hace un par de semanas estuve en una finca en el municipio de Aguadas (Caldas) y el dueño, que es un venerable señor de más de 80 años, me contó que hacía poco se había dañado el contador de energía y que la empresa Empocaldas, que presta el servicio, le había cobrado el valor del nuevo aparato. ¿Cómo es posible, me decía el señor, que yo tenga que pagar por un contador que no puedo vender, que no puedo ni siquiera abrir y con el cual Empocaldas mide lo que yo consumo? Es tanto como si un plomero que arregla mi cocina me cobra por un alicate que se le daña durante el arreglo.
Al regresar a Bogotá voy a Corpbanca a pedir una certificación bancaria, que es un papel que dice que yo tengo una cuenta en ese banco. Al llenar el formato correspondiente el cajero me pide el número de mi cuenta para debitarme la suma de $8.600 por la entrega del certificado. ¿Por qué?, pregunto yo; en este caso el banco no me está prestando ningún servicio, simplemente está cumpliendo con su obligación comercial de reconocerme como cliente. Qué pasaría si yo intento cobrarle al banco por firmar un documento que éste requiere para alguna operación de su interés y en la cual yo reconozco que soy su cliente. ¿Me pagaría el banco por ello? No lo creo.
De regreso tomo un taxi y al llegar a mi destino el conductor me cobra la tarifa mínima, que son $3.600. Le doy un billete de cinco mil y él solo me devuelve mil. “Le quedo debiendo los cuatrocientos porque no tengo monedas”, me dice el taxista. Me bajo del vehículo sin decir nada y sospechando que todos los que se suben a ese taxi pagan cuatrocientos pesos de más. ¿Qué pasaría si los usuarios de taxis hiciéramos lo mismo, es decir si dejáramos de pagar cuatrocientos pesos cada vez que utilizamos ese servicio? Es poco dinero, lo sé, pero esa plata es del cliente, no del taxista.
Este hecho me recuerda una vez que estuve en Carulla comprando frutas. Entre los varios tipos de mangos que había, escogí el que más me gusta, que era, para mi sorpresa, el más barato. Al momento de pagar la cajera me cobró como si fueran los mangos caros que yo no había escogido. Cuando hice el reclamo alguien verificó qué pasaba y comprobó que el aviso del precio, por error, estaba mal ubicado y que, en efecto, esos sí eran los mangos caros. “Pero sólo son $500 de diferencia”, me dice el empleado. Es verdad, le respondo yo, pero ese dinero es mío, no de Carulla.
Todos estos son casos menores de abuso; algunos son insignificantes y otros son incluso legales, como el caso del contador o del certificado bancario. Pero tomados en conjunto, representan una injusticia enorme que afecta a millones de personas todos los días. ¿Cuánto dinero reciben Corpbanca, Empocaldas, Carulla o los taxistas abusivos (para no hablar de Claro o las notarías) por cobros abusivos a millones de usuarios, cada día, en Colombia y alrededor del mundo?
Me pregunto si estos cobros no hacen parte de una estrategia empresarial (como la del taxista que mencioné antes) puesta en práctica todos los días y cuya eficacia depende de que la gente no proteste o de que los que protestan sean tan pocos que no afecten el resultado de la recolecta diaria.

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