¿Guerra al hambre?
César Rodríguez Garavito marzo 18, 2016
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Treinta y tres niños han muerto de hambre este año en Colombia, doblemente olvidados: primero por los gobiernos y luego por los ciudadanos y los medios.
Treinta y tres niños han muerto de hambre este año en Colombia, doblemente olvidados: primero por los gobiernos y luego por los ciudadanos y los medios.
Me perdonarán los lectores la columna contracíclica, casi anacrónica, cuando ya poco se habla del escándalo de los tres niños muertos en la Guajira. Pero es que 33 vidas apagadas por la falta de comida no pueden quedar sepultadas por los titulares de los taxis amarillos contra los blancos.
Hace apenas un mes, el Gobierno nacional declaraba la guerra contra el hambre en la Guajira. Duró poco, quizás porque la metáfora era inapropiada. El hambre no se combate: se evita. No se ubica con un bloque de búsqueda, como quien va tras el escondite de un delincuente, porque la verdad es que la desnutrición crónica y las muertes por inanición se encuentran por todo el país.
Según la última encuesta de salud nutricional (2010), el 13% de los niños y niñas tiene una estatura demasiado baja para su edad, el síntoma clásico de la desnutrición crónica. Si las cifras de la Guajira (28%) y los departamentos amazónicos (30%) son alarmantes, las de otros lugares no son menos preocupantes: 23% en Cauca, 17% en Boyacá, 16% en Bogotá, 15% en Barranquilla y así sucesivamente.
El hambre discrimina. De los niños fallecidos este año por desnutrición o anemias nutricionales, la mitad eran indígenas. Si se tiene en cuenta que los pueblos indígenas son menos del 3% de la población, la desproporción es patente.
Para quienes la sobreviven, el hambre deja efectos de por vida. Una de las cifras más chocantes es la que trae la encuesta de la Universidad de los Andes (ELCA), que les siguió la pista a las mismas familias entre 2010 y 2013. Los niños y niñas que en 2010 estaban desnutridos, tres años más tarde no podían hablar como los demás, y probablemente nunca podrán hacerlo, con las consecuentes desventajas para estudiar y trabajar el resto de sus vidas.
Son las “desventajas invisibles de los marginados” de las que habla Amartya Sen en su libro reciente, The Country of First Boys. Comentando cifras de desnutrición aún más graves en India, escribió algo que podría decirse de Colombia. “Lo que es asombroso es la poca atención que este fenómeno ha recibido, y lo reticentes que han sido los sectores más prósperos e influyentes de la población a dedicar los recursos que serían precisos para erradicar semejantes desventajas”.
Los recursos estatales que invertimos en programas para niños y niñas suman el 0,3% del PIB, muy por debajo del 2% de los países del club OCDE al que aspiramos a entrar. Recursos de los que habría que descontar los costos de la corrupción rampante del sistema descentralizado de gasto del ICBF, diseñado para que los políticos regionales saquen su mordida.
La solución no es una guerra, sino una política de mayor inversión estatal en programas para la primera infancia. Una política que combine la descentralización regional con mecanismos de control centralizados (como un registro único nacional de proveedores de alimentos), según lo propone la investigadora Raquel Bernal. Todo acompañado de “una atención pública masiva” a los “fracasos abismales” que significan las muertes por hambre, como escribió Sen. Ya van 33.