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Una guerra puede ser desencadenada con facilidad, incluso con entusiasmo. Pero la paz para ponerle fin puede ser muy difícil de alcanzar y sólo después de enormes sufrimientos, que pudieron ser evitados.

Una guerra puede ser desencadenada con facilidad, incluso con entusiasmo. Pero la paz para ponerle fin puede ser muy difícil de alcanzar y sólo después de enormes sufrimientos, que pudieron ser evitados.

La anterior parece ser una de las principales lecciones de la I Guerra Mundial (o la Gran Guerra como la llaman muchos europeos), que estalló hace cien años, en medio de fervores nacionalistas extremos.

Los orígenes de esta guerra son discutidos pero tiende a haber coincidencia en que ciertos factores objetivos la hicieron posible: existían tensiones entre las potencias europeas, en especial por el ascenso de Alemania y por los reclamos nacionalistas en los Balcanes, que hacían posible una aventura bélica para alterar los equilibrios existentes. El juego de alianzas diplomáticas, que dividió a Europa entre la Triple Alianza (Alemania, el imperio austrohúngaro e Italia) y la Triple Entente (Francia, Inglaterra y Rusia) incrementaba los riesgos de un conflicto europeo total.

A pesar de esas tensiones, esta guerra (como casi todas) era evitable; sin embargo, el fervor nacionalista hizo que un incidente relativamente menor, como fue el asesinato del Archiduque de Austria por un nacionalista serbio, desencadenara la guerra total. Los líderes europeos se dejaron arrastrar por los entusiasmos nacionales y la inercia de las alianzas y declararon con gran facilismo la guerra, creyendo que la victoria llegaría en pocos meses.

Los europeos marcharon a la guerra con pasión, al punto de que los pocos que se le opusieron, por no encontrarle razones válidas, como Bertrand Russel, enfrentaron el ostracismo y la prisión.

A pesar de esos entusiasmos, o tal vez por ellos, esta guerra fue terrible. Los notables desarrollos tecnológicos de la sociedad industrial fueron puestos al servicio de la destrucción, que alcanzó niveles letales extremos. Francia, por ejemplo, perdió casi el 20% de sus hombres en edad militar. En la sola Batalla de Verdún, entre febrero y diciembre de 1916, murió casi un millón de personas.

Las potencias rompieron además muchos diques éticos, que se habían intentado construir en siglos precedentes para humanizar la guerra. Se inauguraron las matanzas y genocidios, como el armenio perpetrado por el imperio turco.

Fue finalmente una guerra muy difícil de terminar pues el armisticio sólo se alcanzaría después de cuatro años y diez millones de muertos y sin que hubiera una victoria decisiva de ninguna de las partes.

1914 debería recordarnos que las guerras son fáciles de declarar y de perpetuar pero que son muy crueles y difíciles de terminar. Y que la empresa de la paz es siempre difícil. Es una enseñanza que nos cae como anillo al dedo en esta coyuntura en que, con el apoyo entusiasta de algunos, el Gobierno amenaza con romper el proceso de paz, mientras las Farc insisten en perpetrar atentados inaceptables. Los dos, el Gobierno y las Farc, ignoran así el mandato por la paz que los ciudadanos les impusimos el pasado 15 de junio.

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