Historia con sociología
Mauricio García Villegas Mayo 18, 2013
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Algunas semanas atrás escribí una columna en la que hablé de lo difícil que es lograr consensos duraderos en este país. Eduardo Posada Carbó me respondió entonces diciendo que eso era falsa cantaleta divisionista. Yo le contesté, en otra columna, acusándolo de hacer una lectura simplista de mi punto de vista, y él, a su turno, me contestó acusándome de más o menos lo mismo.
Algunas semanas atrás escribí una columna en la que hablé de lo difícil que es lograr consensos duraderos en este país. Eduardo Posada Carbó me respondió entonces diciendo que eso era falsa cantaleta divisionista. Yo le contesté, en otra columna, acusándolo de hacer una lectura simplista de mi punto de vista, y él, a su turno, me contestó acusándome de más o menos lo mismo.
Algunas semanas atrás escribí una columna en la que hablé de lo difícil que es lograr consensos duraderos en este país. Eduardo Posada Carbó me respondió entonces diciendo que eso era falsa cantaleta divisionista. Yo le contesté, en otra columna, acusándolo de hacer una lectura simplista de mi punto de vista, y él, a su turno, me contestó acusándome de más o menos lo mismo.
Llevo un par de horas dándole vueltas a este debate, tratando de entender dónde está el punto central de tanta divergencia. El hecho de que los dos partamos de puntos de vista políticos distintos nos lleva a valorar de manera diferente el peso de esta tradición política democrática y liberal del país. Esto explica, sin duda, parte de nuestras diferencias; pero creo que hay algo más.
Ambos utilizamos herramientas distintas para entender la realidad nacional. Para decirlo en términos técnicos, nuestra divergencia es menos ideológica que epistemológica. Posada Carbó observa la realidad nacional a través de los discursos, los personajes y los documentos oficiales. Eso es sin duda importante, pero, a mi juicio, no es suficiente. En América Latina sabemos muy bien que el hecho de que una cosa se diga y hasta se celebre no significa que tal cosa se haga (a veces es justo lo contrario: mientras más se dice algo, menos se hace). Hemos tenido grandes líderes que han gobernado con programas liberales de gobierno y que, no obstante todos sus esfuerzos, han fracasado. Es por eso que, vista desde las intenciones y los discursos, Colombia parece más liberal y más democrática de lo que en realidad es. Reducir el país a las ideas que en él dominan es, como diría Bourdieu, caer en el sofisma escolástico que consiste en “tomar las cosas de la lógica, por la lógica de las cosas”.
Este debate me ha hecho recordar unas conferencias dictadas por Alfonso López Michelsen en las que, con su habitual talante provocador, elogiaba la tradición católica y humanista de los españoles. López citaba textos de la Escuela de Salamanca (Vitoria, De Soto, Molina, etc.), así como leyes imperiales, para mostrar que los españoles sí defendían a los indios. Pero se desentendía por completo de lo que ocurría en la práctica y por eso no entendía que una cosa era, por ejemplo, la institución de la encomienda, redactada en Madrid, y otra muy distinta lo que los españoles hacían de ella en estas tierras.
Algo parecido le pasa, creo yo, a mi estimado e ilustre contradictor y a algunos de sus amigos, como Malcolm Deas, quienes luego de descubrir que en Colombia han sido escasos los regímenes militares, que algunos de nuestros mejores líderes políticos han sido liberales connotados, que las elecciones son a veces más frecuentes aquí que en Europa y que muchas de nuestras constituciones han sido modernas y hasta progresistas, concluyen, cómodamente, que en Colombia hemos tenido de todo eso en abundancia.
Con esto no quiero decir que lo único que cuenta al momento de analizar un país o una institución es estudiar las prácticas sociales. Desde luego que no. Ese es justamente el defecto opuesto, igualmente reprochable, que cometen aquellos que, al menospreciar el valor de los ideales, reducen la historia nacional al recuento de las relaciones materiales de poder.
Quizás lo que quiero decir con todo esto es que no se hace buena historia sin sociología, ni buena sociología sin historia. Tal vez de ello también dependa que hagamos los buenos diagnósticos de nuestra realidad nacional que nos permitan llegar a consensos duraderos.