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Justo cuando estoy a punto de entregar esta columna, en la que daba por hecho que la Asamblea de Antioquia le había otorgado la Orden de la Antioqueñidad al exprocurador Alejandro Ordóñez, me entero de que la Asamblea revocó su propia decisión. Aplaudo esa revocatoria (tal vez todavía queda algo de vergüenza en esta institución), pero me parece que de todos modos los representantes del pueblo antioqueño quedaron muy mal ante la opinión pública.

Justo cuando estoy a punto de entregar esta columna, en la que daba por hecho que la Asamblea de Antioquia le había otorgado la Orden de la Antioqueñidad al exprocurador Alejandro Ordóñez, me entero de que la Asamblea revocó su propia decisión. Aplaudo esa revocatoria (tal vez todavía queda algo de vergüenza en esta institución), pero me parece que de todos modos los representantes del pueblo antioqueño quedaron muy mal ante la opinión pública.

En otras circunstancias, un homenaje como este habría pasado desapercibido, habría sido un evento algo folclórico, algo anacrónico (sin duda) y, en todo caso, algo sin mayor importancia. Pero este homenaje tenía dos particularidades que lo hacían problemático.

Primera, se trataba de un burdo acto político disfrazado de homenaje a un exfuncionario supuestamente excepcional. Era una estrategia urdida por las mayorías que imperan en la Asamblea con miras a la campaña presidencial que se avecina. Alguien me dirá que para eso están las mayorías. No lo creo. El otorgamiento de honores debería estar fundado en los méritos del homenajeado, no en la rentabilidad política de su nombre. En este tipo de decisiones debería haber un cierto consenso suprapartidista; de lo contrario, la facultad de honrar a alguien se convierte (como de hecho se ha convertido) en parte de un mercado de toma y dame en donde cada mayoría condecora según la coyuntura electoral.

Eso es lo que ocurre con las leyes de honores en el Congreso de la República. Cada congresista tiene derecho a entregar hasta tres distinciones al año y esto lo hace, por lo general, para pagar favores o quedar bien con alguien. La Cámara de Representantes otorgó 170 condecoraciones el año pasado. Según Congreso Visible, el 23 % de la legislación aprobada entre 2010 y 2013 estaba destinada a rendir homenajes a personas, fiestas municipales y monumentos. Cuando la lógica clientelista (no el honor) es lo que determina estos homenajes, lo que resulta es un tráfico de medallas, títulos y reconocimientos.

Segunda, y más grave aún, iban a premiar a alguien cuya reelección fue anulada por el Consejo de Estado luego de encontrar que estuvo viciada por la participación de magistrados de la Corte Suprema que tenían familiares nombrados por el propio Ordóñez, lo cual está prohibido por la Constitución. Este homenaje entrañaba un desprecio evidente por la legalidad y por el ordenamiento jurídico.

Honrar a un funcionario que ha violado la ley es legitimar la ilegalidad y suponer que no hay ninguna deshonra en ello. En esto, la Asamblea se ponía en sintonía con la conducta de Ordóñez, quien fundó su dudosa reputación en poner, como procurador, su sentido moral y su religión por encima de la Constitución y de la ley. Como decían algunos curas en Antioquia a principios del siglo XX (¡de lo que se perdió Ordóñez!), violar la ley no necesariamente es algo malo; todo depende de si se hace siguiendo los dictámenes de la ley divina y de la justicia. ¿Será que la violación de la Constitución que dio lugar a la anulación de Ordóñez estaba, según él, justificada en la ley divina?

El hecho es que pocas horas antes de la ceremonia los asambleístas recapacitaron y le dijeron a Ordóñez que mejor no, que se devolviera, y que tal vez no habían leído bien la norma que regula la Orden de la Antioqueñidad. Pero yo sospecho que la verdadera razón estuvo en que las cuentas políticas no les estaban saliendo bien y que, por la reacción que hubo en contra de su decisión, ellos mismos se dieron cuenta de que se estaban hundiendo, con el homenajeado, en el mismo deshonor. 

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