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Krizna Dejusticia

solo un defensor verdaderamente bondadoso y humilde puede escribir un conjunto de recomendaciones de política pública y al mismo tiempo seguir dando esperanzas a la gente con la que trabaja para asegurarse de que todo esto no haya sido en vano al final. | Calvin Ma, Unsplash

Uno no necesita ser un activista de derechos humanos para poder estrecharle la mano a alguien. Pero solo un defensor verdaderamente bondadoso y humilde puede escribir un conjunto de recomendaciones de políticas pública y al mismo tiempo seguir dando esperanzas a la gente con la que trabaja.

Uno no necesita ser un activista de derechos humanos para poder estrecharle la mano a alguien. Pero solo un defensor verdaderamente bondadoso y humilde puede escribir un conjunto de recomendaciones de políticas pública y al mismo tiempo seguir dando esperanzas a la gente con la que trabaja.

«Kriz, acabo de ser acusado por el gobierno de difundir propaganda terrorista. No creo que podamos reunirnos según lo programado».

Este fue el mensaje de texto que Aytaç me envió un lunes por la mañana, un par de meses después de habernos encontrado en un café en Estambul para hablar sobre cómo nuestras organizaciones podían trabajar juntas. Aytaç*, un diminutivo para una mujer turca, es una activista de 21 años en un país que, hasta hace poco, era admirado en el mundo – un país moderno, liberal, liderado por musulmanes y actualmente atravesando un un milagro económico a diferencia de sus vecinos: el Medio Oriente, los Balcanes y Asia Central. Aytaç realizó algunas publicaciones en redes sociales que criticaban al gobierno del presidente Recep Tayyip Erdoğan. Antes de que la policía la detuviera, pensó que simplemente era una voz anónima en su país, a la cual el gobierno nunca pagaría para monitorear. Ahora, tiene que convencer a los tribunales de que no le hace propaganda al terrorismo, o podría ser encarcelada. Cuando esto ocurrió, su jefe acababa de salir de la cárcel. ¿Cómo podría su organización perder otro miembro?

Ojalá pudiera decir que la historia de Aytaç es extraordinaria. Desafortunadamente, desde que Dejusticia comenzó a trabajar en el tema de la opresión en contra de la disidencia democrática, particularmente de organizaciones de la sociedad civil, he tenido que enfrentar historias similares frecuentemente. Hemos estado llevando a cabo una investigación de dos años sobre el tema, tratando de analizar sus causas y manifestaciones, así como las posibles respuestas a esta preocupante tendencia. Esto ha surgido en países con gobiernos tanto de izquierda como de derecha -desde Rusia, India, Venezuela, Turquía, Ecuador, Egipto, Azerbaiyán hasta Kenia- una amalgama de regímenes, algunos de los cuales son innegablemente autoritarios (como Egipto), pero la mayoría de los cuales comenzaron como discutiblemente democráticos y que de alguna manera han estado en una caída libre autocrática. Aunque tienen elecciones democráticas y otros elementos de la democracia tales como tribunales, comisiones electorales, una Constitución y medios de comunicación, se han venido deteriorando desde adentro, siendo despojados de su independencia y significado por el mismo gobierno que proclama su existencia. En resumen, algunos de los ataques más preocupantes contra la disidencia democrática han venido de los mismos gobiernos que usan la democracia para desmantelarla desde adentro.

Pero investigar un problema es muy diferente que escuchar a alguien que se ha convertido en tu amigo. Es diferente hacer un análisis académico desapasionado sobre una tendencia que recibir llamadas sobre activistas venezolanos que necesitan ayuda para escapar de su país de inmediato. La investigación es un desafío intelectual, pero tratar con personas –humanos con familias, temores reales y preguntas sin respuestas –es un ejercicio en intentar mantener la calma en medio del asedio y la esperanza a pesar de la oscuridad.

Es fácil caer en un sentimiento de impotencia cuando las historias impactantes se vuelven parte de una acumulación continua de estadísticas. Y es fácil sentirse impotente, cuando a pesar de los incansables esfuerzos por combatir las situaciones injustas, los gobiernos simplemente no ceden.

Hace un par de semanas, me encontré de nuevo con uno de los aliados de Dejusticia, el padre de un venezolano de 24 años que fue secuestrado hace varios meses por el estado venezolano y las fuerzas paramilitares debido a la postura de oposición del padre. Caminamos juntos mientras veíamos el caos de la hora pico en Bogotá,  tratando de hablar sobre cosas «normales» aparte del hecho de que su esposa está cada vez más deprimida, su país se está desmoronando, su hijo ha se debilita en la cárcel, y ni siquiera ha logrado obtener una visa para trabajar en cualquier cosa y sostener a su familia de refugiados. En ese momento, después de meses y meses de tocar todas las puertas que pudimos encontrar para tratar de liberar a su hijo, me encontré en esta región incómoda entre la determinación de seguir intentándolo, la impotencia de saber que en su mayoría nada de esto funcionaría, y una tristeza aplastante imaginando lo que él y su familia debían estar pasando. En ese lugar incómodo, me encontré pidiéndonos que nos detuviéramos en una pastelería. Recogí una torta, y casi mirando hacia otro lado, se la di al sorprendido padre y le dije: «Por favor, dale esto a tu esposa».

¿Una torta? ¿En enserio? ¿Estaba tratando de borrar mi culpa al saber que tal vez no había intentado todo lo hubiera podido? De hecho, no fui yo sino mis colegas en nuestro equipo de litigio, nuestro director y nuestra coordinadora de comunicaciones internacionales quienes han estado haciendo el mayor esfuerzo para presionar a los gobiernos colombiano y venezolano sobre esta y miles de otras injusticias que ocurren hoy en Venezuela. Todo lo que tengo que hacer es coordinar nuestros esfuerzos, y aparentemente ahora, comprar una torta para las personas cuyas vidas vemos pasar.


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Cuando me levanto por la mañana y me dedico a mi trabajo de investigación académica, mientras mantengo mi celular al alcance de mi mano en caso de recibir alguna otra llamada, vuelvo a esos momentos incómodos de tortas en Bogotá y conversaciones en cafés en Estambul. Mi alma activista y mi cerebro académico buscan soluciones, pero me doy cuenta de que la parte de mí que ha logrado mantener una luz en situaciones tan difíciles como esta es mi corazón humano. Esta es una reflexión que es difícil de aceptar cuando tiene que ver con el «trabajo», porque entonces uno permite que la línea entre la rutina de trabajo y las preocupaciones al levantarse por la mañana se vuelva peligrosamente borrosa.

Pero, ¿qué son los derechos humanos sino un acto de bondad? Qué es la «sociedad civil» más que un intento de decirle a la gente que sí, que somos libres, y que sí, que podemos reclamar esa libertad, ya sea a través de protestas, publicaciones en redes sociales, blogs como este, o casos que presentamos ante un tribunal? Los activistas de derechos humanos se han dado cuenta de que nos hemos distanciado de la mayoría de nuestras comunidades porque hablamos en una jerga que solo nosotros entendemos. Seguimos hablando sobre las estrategias de comunicación que debemos usar para permitirnos conectar con las “comunidades», recuperar nuestra legitimidad y hacer retroceder el «cierre de espacio para la sociedad civil». Pero de qué sirve todo esto si olvidamos que el activismo no es un lenguaje, un discurso o un movimiento, sino un fuerte apretón de manos, un asentimiento dolorosamente compasivo, y tal vez, una torta estúpida para llegarles a seres humanos reales cuyas vidas queremos mejorar?

Ciertamente, uno no necesita ser un activista de derechos humanos para poder estrecharle la mano a alguien. Pero solo un defensor verdaderamente bondadoso y humilde puede escribir un conjunto de recomendaciones de política pública y al mismo tiempo seguir dando esperanzas a la gente con la que trabaja para asegurarse de que todo esto no haya sido en vano al final. No creo que vaya a comenzar a enviar tortas a nuestros aliados desde ahora (dudo que nuestra organización tenga un presupuesto para convertir nuestra oficina en una pastelería), pero al menos creo que empezaré a sentirme cómoda de que esto no se trata de borrar una línea muy delgada – se trata de aceptar lo que deberíamos ser.

 

* Los nombres y las características distintivas se han cambiado por razones de seguridad.

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