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EL 12 DE ENERO PASADO, ANTE LAS VÍCtimas de la masacre de Tucson, Arizona, el presidente Obama pronunció uno de los más emotivos discursos de su carrera (llena de discursos elocuentes).

EL 12 DE ENERO PASADO, ANTE LAS VÍCtimas de la masacre de Tucson, Arizona, el presidente Obama pronunció uno de los más emotivos discursos de su carrera (llena de discursos elocuentes).

EL 12 DE ENERO PASADO, ANTE LAS VÍCtimas de la masacre de Tucson, Arizona, el presidente Obama pronunció uno de los más emotivos discursos de su carrera (llena de discursos elocuentes).

En él hizo un llamado a la reconciliación: “Ampliemos nuestra imaginación moral —dijo— escuchemos detenidamente a los demás… y recordemos que nuestras esperanzas y nuestros sueños están fuertemente unidos entre sí”. El discurso recibió grandes elogios, incluso de sus más acérrimos contradictores.

Pero no todos compartieron el optimismo del presidente. “Estas fueron palabras hermosas —dijo Paul Krugman, del New York Times—; palabras que hablan de nuestro deseo de reconciliación. Pero la verdad es que hoy somos una nación profundamente dividida y es muy posible que sigamos así durante mucho tiempo”.

Muchos pensadores políticos y sociales (Krugman entre ellos) han considerado que buena parte del progreso de los Estados Unidos se origina en la existencia de un sólido consenso sobre la manera de gobernar y la extensión de los derechos ciudadanos. Este consenso, que está por encima del debate partidista, fue particularmente sólido en el período que va desde la Gran Depresión (1930) hasta el gobierno de Nixon (1960) y que dio lugar al mayor crecimiento y prosperidad de los Estados Unidos.

En los últimos años, sin embargo, han surgido divisiones profundas, expresadas en un lenguaje agrio, que en ocasiones no ahorra alusiones a la violencia y a la destrucción del oponente. El problema, dice Krugman, es que no sólo son diferencias partidistas, de políticas públicas, sino diferencias ligadas justamente “a la imaginación moral” de la que habla Obama; es decir relativas a los principios más elementales sobre lo bueno y lo aceptable. Así por ejemplo, mientras algunos estiman que los impuestos son medidas básicas de equidad social, sus opositores (el Tea Party) piensan que son un robo del gobierno contra la población que produce riqueza. Semejante diferencia toca los fundamentos mismos del régimen constitucional. Por eso, más que escuchar al otro con cuidado, sugiere Krugman, lo que se necesita es un nuevo pacto social.

Oyendo el discurso de Obama, me pregunto qué tan lejos estamos los colombianos de lograr un consenso básico sobre la justicia y los derechos. Muy lejos, creo yo. Aquí nunca ha habido un pacto social semejante al que existió en los Estados Unidos. En la clase política y en la sociedad se observan profundas divisiones (muchas veces calladas) sobre los principios elementales de justicia y sobre los derechos ciudadanos.

Pero en Colombia hay una división social todavía más profunda, más perniciosa y más difícil de erradicar. Me refiero a la división entre quienes están dispuestos a acatar la ley y quienes ven en el Estado una oportunidad para lucrarse; una división que no se funda en la ideología sino en la cultura ciudadana. Las cifras lo dicen todo: el Auditor General del Estado calcula en 4,2 billones de pesos el valor de la corrupción en Colombia. Cerca de 9 billones de pesos valen los sobreprecios de la contratación, dice Cristina de la Torre en su columna de esta semana. El tamaño de esta corrupción rebasa los límites de la criminalidad que una sociedad puede soportar; es una especie de cáncer ciudadano.

La reconstrucción de nuestro pacto social (una reconstrucción más) no sólo implica ponernos de acuerdo sobre lo que es justo; también implica que el robo de dinero público sea visto como un crimen.

Más que expandir nuestra imaginación moral lo que necesitamos en Colombia es recuperar el sentido moral.

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