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"Una gaseosa no es un alimento ya que no provee nutrientes sino azúcares y calorías vacías, que no solo son innecesarias, sino que son dañinas por su impacto en la obesidad, la diabetes y otras enfermedades". | EFE

El impuesto a bebidas azucaradas es un incentivo a que las personas reduzcan su consumo y prevengan enfermedades. Y funciona: la evidencia comparada, en países como México o Chile, muestra que las personas, especialmente de bajos ingresos, reducen su consumo y recurren a productos sustitutos, como agua, jugos naturales o bebidas no azucaradas».

El impuesto a bebidas azucaradas es un incentivo a que las personas reduzcan su consumo y prevengan enfermedades. Y funciona: la evidencia comparada, en países como México o Chile, muestra que las personas, especialmente de bajos ingresos, reducen su consumo y recurren a productos sustitutos, como agua, jugos naturales o bebidas no azucaradas».

En mi última columna argumenté que el impuesto a las bebidas azucaradas es, en palabras de la OPS (Organización Panamericana de Salud), “una política eficaz y basada en la evidencia” para prevenir la obesidad y combatir las enfermedades crónicas no transmisibles, que son hoy uno de los factores principales de sufrimiento y muertes tempranas en países como el nuestro.

En esta columna analizo las demandas de inconstitucionalidad presentadas contra esa medida, las cuales formulan básicamente dos cargos.

El primero es que este impuesto violaría el principio de progresividad tributaria. La tesis es que la medida encarece las bebidas azucaradas, como las gaseosas, que, según una de las demandas, son “un recurso de supervivencia digna y autónoma” para las “personas de bajos ingresos”. El impuesto sería entonces regresivo al afectar más gravemente a los sectores populares en un producto de primera necesidad.

Es cierto que este gravamen es formalmente regresivo ya que, como el IVA, es un impuesto indirecto y su tarifa es igual para todos los consumidores. Una gaseosa de 400 ml cuesta hoy unos 3.000 pesos. Si es azucarada y tiene 11gramos de azúcar por cada 100 ml, quedaría en 3.220 el año entrante, pues tendría un impuesto de 220 pesos. Si una persona pudiente y otra de bajo ingreso compran esa gaseosa, el impuesto afectaría más fuertemente a la segunda persona, pero eso no hace inconstitucional el tributo al menos por dos razones: primero porque la Corte ha insistido en que la progresividad se predica del sistema tributario en su conjunto y no de cada impuesto individual. Un gravamen puede entonces ser constitucional, a pesar de ser regresivo, si su existencia se justifica y su impacto sobre la progresividad del sistema no es determinante. Y eso sucede con el impuesto a las bebidas azucaradas, que tiene una robusta justificación como medida de salud pública y cuya existencia no afecta sensiblemente la progresividad de todo el sistema tributario.

Segundo, y tal vez más importante, porque la demanda supone que la bebida azucarada es un alimento de primera necesidad que la persona seguirá consumiendo, a pesar del impuesto. Pero esos supuestos son falsos: una gaseosa no es un alimento ya que no provee nutrientes sino azúcares y calorías vacías, que no solo son innecesarias, sino que son dañinas por su impacto en la obesidad, la diabetes y otras enfermedades. El impuesto es precisamente un incentivo a que las personas reduzcan su consumo y prevengan esos males. Y funciona: la evidencia comparada, en países como México o Chile, como lo han destacado varios estudios, muestra que las personas, especialmente de bajos ingresos, reducen su consumo y recurren a productos sustitutos, como agua, jugos naturales o bebidas no azucaradas. En el mediano y largo plazo, por los cambios de consumo, el impuesto, en vez de ser regresivo, es en realidad progresivo: sus impactos positivos en salud –como la reducción de la obesidad– son mayores precisamente en los sectores populares, como lo concluyó una estimación econométrica de Andrés Vecino y Daniel Arroyo.

El segundo cargo es que ese impuesto afectaría la libertad económica y tendría consecuencias sociales graves, al provocar despidos masivos en la industria de bebidas. Pero, como lo mostró el libro Sin impacto comprobado de los colegas Randy Villalba y Diana Guarnizo de Dejusticia, la evidencia de los países que han adoptado ese impuesto es que esos efectos catastróficos no ocurren, no solo porque esas industrias se adaptan y empiezan a ofrecer productos más saludables, como el agua embotellada, sino, además, porque los cambios de consumo estimulan otros sectores.

El impuesto a las bebidas azucaradas es, entonces, dulce y saludablemente constitucional.

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