Íngrid en la Comisión de la Verdad
Mauricio García Villegas Junio 28, 2021
El final de su discurso es de los finales más emotivos que he visto en mi vida: en lugar de las consabidas “gracias”, a manera de punto final, dejó que el silencio (el de las víctimas) hablara por ella, cerró el cuaderno de notas que había puesto en el atril, se puso lentamente la mascarilla, se retiró y le dio un abrazo largo, muy largo, al padre De Roux. | Mauricio Dueñas, EFE
Mientras seguimos enfrascados en los debates políticos de siempre, la Comisión de la Verdad trabaja para contar la larga historia de nuestras violencias políticas. Una historia jalonada por el horror que producen las ideologías cuando incorporan la violencia en sus estrategias.
Mientras seguimos enfrascados en los debates políticos de siempre, la Comisión de la Verdad trabaja para contar la larga historia de nuestras violencias políticas. Una historia jalonada por el horror que producen las ideologías cuando incorporan la violencia en sus estrategias.
En Colombia no siempre tenemos clara la diferencia entre lo que pertenece a la política y lo que está por fuera. Un debate sobre la reforma tributaria, por ejemplo, hace parte de la política, pero hechos como la desaparición forzada o el secuestro son actos atroces que están por fuera de ella y que deben producir un rechazo unánime de todos los miembros de la sociedad, incluidos los políticos.
Escribo esto después de haber visto la sesión del miércoles pasado de la Comisión de la Verdad en la que se trató el tema del secuestro, un hecho inhumano que, no obstante, durante mucho tiempo fue visto por algunos como un acto político. Fue una jornada intensa, colmada de emociones fuertes y de lágrimas, en la que las víctimas contaron sus historias y los exguerrilleros pidieron perdón por lo que hicieron.
Una de las invitadas al evento fue Íngrid Betancourt, secuestrada por las Farc durante más de seis años. Íngrid fue particularmente dura con los antiguos dirigentes de las Farc. “Las víctimas —les dijo— hemos llorado en este encuentro, pero ustedes, en cambio, sólo se han arrepentido y lo han hecho con discursos políticos, no con el corazón”. No sé si Íngrid ha perdonado a sus verdugos, pero tal cosa no es asunto relevante en este encuentro; el perdón es un acto íntimo con el que cada víctima debe lidiar. Lo importante fue su compromiso inquebrantable con la paz. “Estoy agradecida —dijo— con esta patria que es nuestra, de ustedes y de nosotros, que con su magnanimidad y su grandeza nos entregó un Acuerdo de Paz, ciertamente imperfecto, que es hoy el único instrumento que tenemos para salir de la barbarie”. El final de su discurso es de los finales más emotivos que he visto en mi vida: en lugar de las consabidas “gracias”, a manera de punto final, dejó que el silencio (el de las víctimas) hablara por ella, cerró el cuaderno de notas que había puesto en el atril, se puso lentamente la mascarilla, se retiró y le dio un abrazo largo, muy largo, al padre De Roux.
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La Comisión de la Verdad ha organizado muchas sesiones como esta en las que, en lugar de exguerrilleros, invitan a exparamilitares. Cambian los victimarios, sus ideologías y sus motivos, pero ambas reuniones se parecen mucho, como dos espejos que se miran: el mismo dolor inenarrable, los mismos muertos, las mismas viudas, los mismos odios enconados, la misma indolencia de los combatientes y, eventualmente, su mismo arrepentimiento, su misma sensación de absurdo y de fatalidad. Todas estas reuniones ponen en evidencia cómo, al politizar los hechos atroces (como el secuestro), las ideologías extremas se parecen más de lo que se diferencian.
Mientras seguimos enfrascados en los debates políticos de siempre, la Comisión de la Verdad trabaja para contar la larga historia de nuestras violencias políticas. Una historia jalonada por el horror que producen las ideologías cuando incorporan la violencia en sus estrategias. Si la paz y la decencia tienen algún futuro en Colombia, tal cosa pasa por entender lo que la Comisión está tratando de decirnos: que lo humano vale más que lo político y que la sociedad debe defender el espacio sagrado (no politizable) de la dignidad humana. Íngrid Betancourt también lo dijo: “Nunca más deberíamos admitir que una idea valga más que una vida humana”.