Juan Carlos y los amigos
Mauricio García Villegas enero 6, 2024

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Juan Carlos era uno de esos seres excepcionales que, con toda naturalidad, conquistaba una cantidad inverosímil de amistades.
Juan Carlos era uno de esos seres excepcionales que, con toda naturalidad, conquistaba una cantidad inverosímil de amistades.
Conocí a Juan Carlos Henao hace muchos años, cuando éramos estudiantes de Derecho y desertores de una Colombia que por esos tiempos era más violenta de lo usual. Nos encontramos en una de las famosas fiestas que él y su esposa, Vicky, organizaban para juntar a la diáspora latinoamericana en París. Esos encuentros eran rituales para celebrar la vida y la amistad, y en ellos Juan Carlos se desempeñaba como el sacerdote mayor, con las letras de las canciones sirviendo de textos sagrados y el baile, al mejor estilo caleño, de liturgia. Yo, danzador de malos pasos y demasiado tímido para navegar con fluidez en esas multitudes, admiraba y envidiaba la destreza de Juan Carlos para levantar el alma colectiva y para sintonizar a todos sus invitados en un ejercicio de evasión feliz de la realidad.
Hoy escribo esto, muchos años después de aquel encuentro en París, al día siguiente de que la imperturbable muerte acabara con él, con su gracia y su desparpajo, con su irreverencia, su informalidad y su capacidad para burlarse de todo y de todos, empezando por él mismo.
Los amigos, decía Aristóteles, tienen dos cuerpos y una sola alma. Algo parecido dijo Montaigne cuando sostuvo que los buenos amigos logran deshacer las costuras que unen sus almas. Conseguir esa alquimia espiritual no es fácil; se necesita de un talento especial que se despliega en tres pasos: ponerse en los zapatos del otro, entenderlo y complacerlo. Quien tiene esa disposición consigue amigos, no a la inversa. Para tener amigos hay que mostrarse amigo, como quien se vuelve valiente mostrándose valiente, o generoso mostrándose generoso.