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Si la política de la posverdad es una amenaza a la democracia, como lo sostuve en mi última columna, surge una posible pregunta: ¿será que la solución está en que los jueces anulen los triunfos electorales fundados en falsedades?

Si la política de la posverdad es una amenaza a la democracia, como lo sostuve en mi última columna, surge una posible pregunta: ¿será que la solución está en que los jueces anulen los triunfos electorales fundados en falsedades?

Esa pretensión no es descabellada, pues ha sido tarea de los jueces, en casi todas las democracias, anular las elecciones si constatan irregularidades con posible impacto en el resultado, como lo hizo el tribunal constitucional austriaco cuando anuló la segunda vuelta presidencial de mayo.

Esas decisiones judiciales, a pesar de que anulan pronunciamientos populares, no son estrambóticas ni antidemocráticas, si están bien fundamentadas, pues lo que hacen es proteger las reglas de la democracia y la formación libre de la voluntad popular.

En ese contexto, es totalmente legítima la pretensión del controvertido auto de diciembre de la respetada magistrada del Consejo de Estado Lucy Jeannette Bermúdez, de analizar si el resultado del plebiscito debía o no ser anulado por las falsedades de la campaña del No. Pero las propias debilidades probatorias de ese auto muestran los límites y riesgos de un control judicial de la política de la posverdad.

No puedo en esta columna comentar en detalle ciertos defectos técnicos importantes de ese auto, como la falta de un estudio adecuado de si el Consejo de Estado era o no competente en este caso. Por limitaciones de espacio, me concentro en su tema central: su análisis de que las falsedades de la campaña del No habrían generado la nulidad del plebiscito por fraude al sufragante.

El auto es sólido en mostrar que efectivamente la campaña del No incurrió en falsedades, como las relativas a la supuesta ideología de género en el acuerdo de paz o que éste implicaba eliminación de subsidios o la limitación de las pensiones de los más pobres. Pero el auto nunca prueba que esas falsedades hayan determinado el triunfo del No. Es más, el propio auto reconoce que esa prueba es prácticamente imposible pues, entre otras cosas, el carácter secreto del voto dificulta determinar la influencia de esas falsedades en la decisión de los ciudadanos. Pero, a pesar de reconocer que esa prueba puede ser imposible, el auto asume que hubo fraude al sufragante y que el plebiscito debería ser anulado debido a la masividad de las falsedades difundidas por la campaña del No.

No comparto esa conclusión pues si no hay prueba clara de que las falsedades alteraron la voluntad de los votantes, no podemos asumir que los ciudadanos votaron engañados. Y si el contraargumento es que es imposible probar judicialmente ese hecho, entonces eso puede significar que ese asunto tal vez no sea justiciable y que es riesgoso que lo sea, pues basta que un juez constate alguna falsedad difundida sistemáticamente por una campaña para que anule un resultado electoral. Un precedente muy problemático.

Los jueces pueden tener un rol importante en combatir la política de la posverdad, como castigar a quienes mientan deliberadamente, pero no parece que su papel sea anular una elección porque la campaña ganadora difundió falsedades.

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