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El acuerdo sobre justicia logrado en La Habana es demasiado importante y complejo como para dejárselo a quienes, como el procurador, lo reducen a la exigencia de cárcel para las Farc.

El acuerdo sobre justicia logrado en La Habana es demasiado importante y complejo como para dejárselo a quienes, como el procurador, lo reducen a la exigencia de cárcel para las Farc.

El acuerdo es mucho más que las sanciones penales. Aunque inevitablemente imperfecto, el equilibrio que alcanza se acerca al mejor posible. Entre los derechos de las víctimas y la paz, al vincular la justicia penal con la verdad, la reparación y la no repetición. Entre diferentes victimarios y víctimas, al incluir no sólo a las Farc, sino a todos los actores directos o indirectos del conflicto. Entre amnistía y sanción (la primera para delitos políticos y conexos, la segunda para delitos particularmente graves como el secuestro, la desaparición forzada y la violencia sexual). Y entre niveles de sanción: menores para los que reconozcan y reparen oportunamente sus delitos, intermedias para los que lo hagan tardíamente y altas para los que deban ser llevados forzosamente ante la justicia.

Lo cual nos lleva a las críticas contra lo pactado por dejar abierta la posibilidad de que los culpables de crímenes graves cumplan su sanción (entre 5 y 8 años de restricción de la libertad) en condiciones distintas a la cárcel. Las críticas vienen de dos flancos muy distintos. De un lado están el procurador y otros opositores del proceso de paz, que se centran en la prisión para las Farc. De otro lado están quienes apoyan genuinamente el proceso de paz, pero buscan extender al contexto colombiano criterios maximalistas de justicia penal que han defendido en otros países, como Human Rights Watch.

Las dos posiciones se equivocan legalmente de manera similar, pero fácticamente de forma distinta. No es cierto, como lo sostienen ambas, que exista una obligación legal inequívoca de encarcelar a los perpetradores o cómplices de crímenes graves, sean estos guerrilleros, militares o civiles. Existe el deber de investigar y sancionar esas conductas —como se sigue del Estatuto de Roma, las convenciones contra la tortura, la Convención sobre el Genocidio o los fallos de la Corte Interamericana—. Así lo contempla el acuerdo de La Habana: esos delitos serán investigados y fallados por un Tribunal de Paz. Pero ningún instrumento de derecho internacional ha dicho que la sanción deba ser necesariamente la cárcel. La Corte Interamericana, por ejemplo, habla de “sanciones pertinentes” (caso Velásquez).

Empíricamente, la Procuraduría se equivoca al pensar que, cuando insiste en cárcel para las Farc, torpedea sólo el proceso de paz con esa guerrilla. En realidad, obstaculiza también un tratamiento favorable para las fuerzas armadas y los demás actores que quedaron incluidos en el acuerdo. Y las posiciones como la de HRW desconocen la evidencia de los estudios comparados más juiciosos, como los de Sikkink y Payne, que muestran que no es la cárcel, sino las sanciones penales de diverso tipo combinadas con otras medidas como amnistías y comisiones de la verdad, las que arrojan mejores resultados para los derechos humanos en el posconflicto.

Esa es la combinación que intenta el acuerdo. Por eso, aunque aún deja muchos cabos sueltos, es un punto de partida que hay que defender.

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