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Esta semana, con el anuncio del presidente Santos sobre las características de la jurisdicción especial que aplicará a civiles y a los miembros de las fuerzas armadas comprometidos con delitos relacionados con el conflicto armado, se terminó de armar el rompecabezas de la justicia para la paz.

Esta semana, con el anuncio del presidente Santos sobre las características de la jurisdicción especial que aplicará a civiles y a los miembros de las fuerzas armadas comprometidos con delitos relacionados con el conflicto armado, se terminó de armar el rompecabezas de la justicia para la paz.

Los lineamientos que comunicó el Ejecutivo fueron mayoritariamente
bien recibidos, empezando por los voceros de las fuerzas militares.
Obviamente, el tema no está exento de polémica, como no lo están las
características del sistema de justicia que se aplicará a los
insurgentes. El tema es controversial por naturaleza. Pero ambos
anuncios han venido acompañados de argumentos estructurados que han
mostrado que, pese a sus limitaciones intrínsecas, las propuestas no han
sido improvisadas.

La situación jurídica de fuerzas militares y
policiales en la transición es de trascendental importancia. El sistema
debe dar, a todos las partes, seguridad de imparcialidad, independencia,
probidad y garantías de seguridad jurídica. Al mismo tiempo, el sistema
debe reconocer las diferencias entre actores. Una de ellas, partir por
la presunción de legalidad de las acciones de los agentes del Estado.
La cual, obviamente, puede ser desvirtuada con pruebas durante los
procesos.

No puede ser un sistema vindicativo, pues eso no es
justicia y desnaturaliza todo el proceso. Por más argumentos jurídicos
que se enarbolen, un proceso de paz con la insurgencia no se sostendrá
si se establece un tratamiento asimétrico de responsabilidades y castigo
que afecte desproporcionadamente a los agentes de Estado. Sería
inadmisible que se convirtiera en un linchamiento de la fuerza pública.

Y
la mejor estrategia para evitar que la justicia se convierta en una
persecución revanchista es que se base en la participación genuina de
los interesados. La generosidad de trato que establece el sistema viene
aparejada de la contribución con la paz y la verdad de quienes se
pretenden acoger a los beneficios.

Es un sistema de justicia y no
de impunidad. Por tanto, no puede apostarse al juego de que si el
sistema determina responsabilidades, inmediatamente se le ataca por ser
supuestamente muestra de una persecución ideológica. El acuerdo es que
no habrá intercambio de impunidades. Será una justicia generosa siempre
y cuando se sometan a ella —tanto insurgentes, como agentes de Estado—
de manera honesta, colaboren con el esclarecimiento y acepten
responsabilidades.

Solo así el sistema cumplirá su objetivo de ser
un ritual de paso que signifique un cierre para la sociedad y las
víctimas. Una justicia prospectiva y no solamente atada al pasado solo
funciona si se construye con contribuciones para un futuro distinto.
Estamos frente a una oportunidad verdadera de sacar conclusiones
institucionales que nos permitan reforzar nuestras instituciones y
evitar la repetición de la barbarie, pero esto será posible solo si se
abandona la tesis de que el Estado fue impoluto durante los 50 años de
guerra y que las responsabilidades solo recaen en unas manzanas
podridas.

Y solo así podrá garantizar el perseguido objetivo de
seguridad jurídica. Si se convierte en una pantomima que, por ejemplo,
desnaturalice los estándares internacionales sobre imputación de
responsabilidad de comandantes por las acciones de subordinados, las
cortes —nacionales o internacionales— terminarán, tarde o temprano,
apersonándose de la situación. De la madurez con que se asuma esta
oportunidad histórica dependerá que no lleguemos allá.

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