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En 1962 el sociólogo canadiense Marshall McLuhan hablaba de “la aldea global” para sugerir que, gracias al progreso de las comunicaciones, el mundo se había vuelto más pequeño y manejable.

En 1962 el sociólogo canadiense Marshall McLuhan hablaba de “la aldea global” para sugerir que, gracias al progreso de las comunicaciones, el mundo se había vuelto más pequeño y manejable.

La metáfora de la aldea fue reforzada luego por el avance de la globalización económica a finales del siglo pasado. Pues bien, en las últimas dos décadas asistimos a otra evidencia de la pequeñez del mundo, esta vez aportada por la naturaleza.

Hay un documental maravilloso de la BBC sobre África, en el que David Attenborough explica cómo los vientos que soplan en el Sahara elevan las arenas diminutas del desierto y las llevan hasta el Amazonas, al otro lado del Atlántico, para alimentar, con sus nutrientes microscópicos los árboles de la selva. Pero esos mismos árboles están siendo talados por millones y las consecuencias de esa deforestación están acabando con el agua en el sur de América Latina. La sequía de São Paulo, por ejemplo, se origina en el debilitamiento de esas nubes gigantes que se formaban en el Amazonas y que viajaban, como ríos voladores, para rociar el sur del Brasil.

El mes pasado la NASA publicó un informe en el que muestra cómo la contaminación del aire en China está afectando la producción de alimentos en los estados del oeste de Estados Unidos, a causa de la contaminación. Si bien tales estados lograron reducir la producción de ozono en 21%, esa reducción terminó siendo anulada por el aire enrarecido que viene de China. Otro ejemplo: el río Brahmaputra, que nace en el Tíbet y muere en Bangladesh, pasando por una parte de la India, está cada vez más mermado por causa de unas represas construidas por el gobierno de China en el primer trayecto del río.

Pero quizá la evidencia más clara de la unidad planetaria es el aumento de la temperatura ocasionada por las emisiones de CO2 que vienen del consumo de energía fósil. Se calcula que este aumento ha sido de un grado y que, si la tendencia continúa como va, es posible que en 30 superemos los dos grados de calentamiento. Todos (o casi todos) los científicos del mundo están de acuerdo en que un calentamiento superior a los dos grados traerá consecuencias catastróficas para el planeta.

Si bien los trastornos naturales afectan a todos los habitantes del planeta (en realidad, afectan más a los países pobres), son los países desarrollados, Estados Unidos a la cabeza y las nuevas potencias industriales, como la China, India y Rusia, los que tienen la mayor responsabilidad en este asunto. De hecho, se calcula que el 63% de las emisiones de gas son producidas por menos de 100 compañías comerciales, cada una de ellas apoyada por un país que se beneficia de sus negocios.

Así las cosas, la conferencia mundial sobre el clima que tendrá lugar en París a finales de este mes y en la cual se intentará legar a un acuerdo para no sobrepasar los dos grados de calentamiento, no tiene una tarea fácil. Y no la tiene fácil porque la dimensión espacial de los fenómenos naturales sobrepasa el territorio de los estados nacionales, que son, finalmente, los que están llamados a resolver los problemas. Es difícil solucionar el calentamiento global, sin fronteras, con instituciones locales, como de hecho son los Estados. Los países creen que cuando el agua y el aire, cuya vocación es viajar por todo el planeta, pasan por sus territorios, son suyos y pueden hacer con ellos lo que quieran. Eso es lo que está acabando con el planeta.

Así pues, las comunicaciones, la economía y la naturaleza han hecho del mundo una aldea. El problema es que las instituciones que tenemos para gobernar esa aldea (los Estados) parecen haber sido concebidas para gobernar un conjunto de tribus enemigas.

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