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La autonomía y el autogobierno de los pueblos étnicamente diferenciados son también principios de raigambre internacional. Estos implican que cada grupo étnico escoja libre y voluntariamente las formas por medio de las cuales pretende alcanzar la justicia, paz y la reconciliación.

La autonomía y el autogobierno de los pueblos étnicamente diferenciados son también principios de raigambre internacional. Estos implican que cada grupo étnico escoja libre y voluntariamente las formas por medio de las cuales pretende alcanzar la justicia, paz y la reconciliación.

La ausencia de un enfoque diferencial étnico en los acuerdos de paz suscritos entre el gobierno de Colombia y la guerrilla de las Farc han generado mucha inconformidad en pueblos indígenas, pueblos afrocolombianos y organizaciones de base. Este malestar se ha acrecentado con la judicialización de Feliciano Valencia, líder indígena nasa que está siendo procesado penalmente por el delito de secuestro porque, junto a otras autoridades de la guardia indígena de su pueblo, aplicaron un castigo en justicia propia a un soldado del ejército nacional infiltrado en su resguardo. En Minga, resolvieron imponerle al soldado una sanción de 20 azotes y un baño con plantas medicinales, por haber perturbado la paz en su territorio.

Esta discusión nos obliga a volver sobre el principio de autonomía de los pueblos y su jerarquía normativa, incluso en contextos transicionales. El principio de autonomía de los pueblos o grupos étnicos, como manifestación del derecho a la libre determinación, ha sido interpretado apenas hace unas décadas como un mandato vinculante para los Estado. Sin embargo, la autonomía de los pueblos sigue siendo aún objeto de muchas críticas que privilegian sistemas de gobierno y de justicia occidentales, incluso en los confines de estados vinculados a instrumentos internacionales que lo consagran como un mandato superior.

Hay varios ejemplos notables de prácticas autónomas por parte de grupos étnicos, que han logrado amplia incidencia y aceptación dentro de las márgenes del respectivo Estado. El gobierno de Botsuana, por ejemplo, ha regulado jurídicamente la actividad de los líderes tradicionales de diferentes pueblos a través del ‘Chieftainship Act’, por medio del cual se reconoció sus potestades como líderes colectivos e incluso se les asignaron funciones administrativas y cargas presupuestales, dado su rol como autoridades representativas de sus pueblos. De otro lado, el Tribunal Waitangi, en Nueva Zelanda, tiene cuarenta años verificando y judicializando el cumplimiento del Tratado de Waitangi, firmado entre los Maorí y la corona británica en 1840. Con fundamento en este tratado, el pueblo Maorí ha impulsado medidas como la adoptada en agosto de 2012, con la elaboración reporte al Estado de Nueva Zelanda, por medio del cual recomendó la suspensión del uso de sus fuentes hídricas por parte de una empresa que había logrado una concesión estatal, hasta no fijar una fórmula de remediación de los derechos del pueblo Maorí. El estado acató la recomendación. 

Pero, estos generosos ejemplos no constituyen una práctica generalizada, aún menos en el contexto subsiguiente a la firma de acuerdos que finiquiten conflicto armados internos. Son pocos los casos conocidos de pueblos étnicamente diferenciados cuyo derecho a la autonomía haya sido respetado en el marco de los acuerdos o post-acuerdo de paz. El derecho a la autonomía de los grupos étnicos parece haber tenido más eco en los eventos en los cuales la separación es el principal móvil para el conflicto. Para la muestra, podemos recordar los casos de Bosnia, Kosovo y el mucho menos conflictivo caso de Aland frente a Finlandia.

Sin embargo, las formas de hacer y sostener la paz propias de grupos étnicos han sido, en muchos casos, oficialmente desplazadas por los acuerdos generales, suscritos por el estado bajo el marco jurídico y la ontología propia de las sociedades dominantes. Valga recordar, para el efecto, casos como el de El Salvador, Guatemala, Sudáfrica y Ruanda, países en los cuales gran parte de las víctimas –o la generalidad, en el última caso- pertenecían a grupos étnicos. 

Por ejemplo, en Ruanda se constituyó un Tribunal Penal Internacional en virtud de una resolución del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidades, que sólo dio paso al Gacaca, como sistema de juicio tradicional, cuando en las cárceles estaban agolpadas con cientos de miles de personas a la espera de un juicio, y ya el sistema no daba abasto. A través del Gacaca, reunión liderada por jueces tradicionales elegidos comunitariamente, fueron juzgadas más de un 1 millón de personas como resultado de juicios especialmente orientados a develar la verdad y promover la reconciliación, más allá de la fijación de penas. De hecho, las Naciones Unidas han reconocido que “las Cortes otorgaban condenas más cortas si la persona mostraba arrepentimiento o buscaba reconciliarse con la comunidad. A menudo, los sindicados que confesaban retornaban  a sus casas sin mayor pena o les ordenaban hacer servicio comunitario.” Pero, al mismo tiempo, se ha encontrado que “los juicios Gacaca también servían para promover la reconciliación ya que  proveían los medios para que las víctimas pudieran conocer la verdad acerca de la muerte de sus familiares y conocidos. También le daban la oportunidad a los perpetradores de confesar su crimen, mostrar remordimiento y pedir perdón en frente a la comunidad.”

En contraste, a diciembre de 2012 el ICTR había terminado apenas la fase de juicio, mientras que en marzo de 2014 doce casos estaban aún en apelación. De acuerdo con las UN, a 2014 el balance de su funcionamiento era el siguiente: “de las 92 personas acusadas de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, 49 fueron declarados culpables y condenadas; 2 casos fueron retiradas; 10 fueron remitidos a las jurisdicciones nacionales (2 a Francia, y de 8 a Ruanda); 2 acusados murieron antes de la finalización de sus casos, y 14 de los acusados fueron absueltos.” 

Algunas organizaciones internacionales han cuestionado “la naturaleza extrajudicial de los Gacaca, y ha cuestionado si el hecho de que jueces sin ninguno entrenamiento legal o en derechos humanos puedan soportar la presión política para imponer sentencias retributivas.” Incluso, al interior del país fueron varios los cuestionamientos a su funcionamiento debido a los altos índices de corrupción por parte de algunos jueces e incluso, la violencia en contra de testigos.

No obstante, muchos de estos cuestionamientos suponen que las únicas formas válidas, legítimas y eficientes de juzgamiento deben partir de los estándares elaborados en sociedades occidentales. Y que, además, las formas occidentales no son susceptibles de equívocos, como los que se endilgan a los sistemas tradicionales –corrupción, represalias, violaciones al principio de legalidad, etc.

Por supuesto, el estado de Ruanda, y en general, los estados vinculados internacionalmente a las normas de DDHH y DIH -en virtud de sus múltiples fuentes-, están obligados a asegurar su cumplimiento a través de medios judiciales idóneos que garanticen los derechos de las víctimas. Pero la autonomía y el autogobierno de los pueblos étnicamente diferenciados son también principios de raigambre internacional. Estos implican que cada grupo étnico escoja libre y voluntariamente las formas por medio de las cuales pretende alcanzar la justicia, paz y la reconciliación. Una justa ponderación de todos los principios en juego debe partir de ese reconocimiento: la libre determinación de los grupos étnicos es también un mandato superior. 

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