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Era hora de salir de la burbuja que explotó con la victoria de Trump. Sería más reconfortante pensar que millones votaron engañados por un profesional del artilugio, como fue menos doloroso para muchos concluir que los resultados del Brexit o el plebiscito colombiano por la paz fueron sólo embustes de las campañas ganadoras para que la gente “saliera a votar verraca”.

Era hora de salir de la burbuja que explotó con la victoria de Trump. Sería más reconfortante pensar que millones votaron engañados por un profesional del artilugio, como fue menos doloroso para muchos concluir que los resultados del Brexit o el plebiscito colombiano por la paz fueron sólo embustes de las campañas ganadoras para que la gente “saliera a votar verraca”.

Aunque algo hay de eso, la verdad dolorosa es que las razones y los efectos de la seguidilla de votaciones asombrosas son bastante más profundas y, por tanto, más duraderas. No hay que buscarlos en los medios ni en las desfasadas encuestas, sino en los análisis más crudos y estructurales de los críticos sociales o los historiadores: los pocos como el cineasta Michael Moore que pronosticaron la victoria de Trump, o los sociólogos históricos como Karl Polanyi, cuya teoría de la oscilación del péndulo de la historia entre períodos democráticos y antidemocráticos ayuda a entender lo que estamos viviendo, tanto como ayudó a comprender el ascenso del fascismo en los años treinta.

Moore predijo casi a la perfección cómo y dónde ganaría Trump, porque vio lo que no quisieron los encuestadores ni los demócratas del mundo “por estar metidos con sus amigos en una burbuja ampliada por una cámara de eco”. Las democracias controladas por élites políticas y económicas —los Clinton, los Bush, Wall Street, nuestros propios partidos políticos— dejaron por fuera a millones que fueron acumulando la rabia que ha estallado en los comicios recientes. En EE. UU. “votaron verracos” los hombres y mujeres blancos desempleados de los estados del Medio Oeste, que le dieron la presidencia a Trump para vengarse de un establecimiento que les prometió que la globalización les devolvería algún día sus trabajos exportados a China. Votaron por él incluso muchos ricos hastiados de la doblez de los políticos profesionales representados por los Clinton, que practicaron aquello de que “la política es dinámica” antes de que se volviera un eslogan presidencial en nuestras tierras. Por eso los ciudadanos de la democracia más poderosa del planeta votaron por un candidato con creencias antidemocráticas. Como trinó Moore: si con el Brexit los británicos decidieron dejar Europa, con Trump los estadounidenses decidieron dejar Estados Unidos.

Tomando en serio a Polanyi, hay que sacar otra conclusión penosa: es probable que lo de Trump sea el fin de una época y el comienzo de otra, la puntilla de una ola de democracias iliberales que incluye a Putin, Duterte (Filipinas), Modi (India), Orban (Hungría), Erdogan (Turquía), Maduro, Daniel Ortega y movimientos xenófobos en Europa. Sería el fin de la hegemonía del liberalismo globalizador que comenzó en 1989, el movimiento del péndulo hacia el otro extremo de lo bueno y lo malo que trajo esa era. Hay que recordar que los electores más fieles de Trump fueron hombres blancos resentidos con el ascenso de las mujeres, los migrantes, los negros, los LGBTI y otros grupos históricamente discriminados.

Estamos en una Y en el camino. Polanyi diría que una vía conduce a la profundización de la democracia, pero la otra hacia el fascismo. Para orientarse, hay que comenzar por abandonar la burbuja de una vez por todas.

De interés: Democracia

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