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La cultura ciudadana, que es una parte muy importante de lo que una ciudad es, es un capital invisible que no se puede vender en bolsa pero que vale mucho.

La cultura ciudadana, que es una parte muy importante de lo que una ciudad es, es un capital invisible que no se puede vender en bolsa pero que vale mucho.

Esta semana estoy en la Ciudad de México. Ayer fui a visitar el mercado de Coyoacán; un centro comercial popular, lleno de colores y sabores, que por fortuna todavía se resiste a ser colonizado por las baratijas chinas que inundan los mercados populares en Colombia. Para ir al mercado tomé el Metrobús, que es una copia casi exacta del Transmilenio bogotano, con buses rojos de sillas de plástico y estaciones alargadas. Pero hay una diferencia entre ambos, y de eso es de lo que voy a hablar en esta columna.

En el Metrobús mexicano hay muchos problemas de congestión (peor incluso que en Bogotá), pero no hay colados, y eso a pesar de que el ingreso no está separado por una puerta de vidrio (es abierto) y de que en muchas avenidas la acera de ingreso al bus puede ser alcanzada fácilmente por los peatones que van por la calle.

Al ver esto llamé a un amigo sociólogo y le pregunté si lo que yo había observado era cierto. Me respondió que sí, que la gente siempre paga por ingresar y que eso no se debe a un control policial estricto, sino a que los mismos usuarios controlan a los colados con el reproche público. La gente pobre paga y considera indigno que otros no paguen, me dijo. Es una cultura de defensa y reivindicación del servicio público que el pueblo protege como suyo y no permite que se degrade.

Cuando me dijo esto pensé en Las ciudades invisibles, el libro de Italo Calvino. Una ciudad, parecen decir los cuentos de ese libro, es mucho más que sus avenidas, sus edificios, sus parques o su empresa de teléfonos. Es también algo imaginario; algo invisible. Me refiero a la cultura ciudadana, que es una parte muy importante de lo que una ciudad es. Es un capital invisible que no se puede vender en bolsa, pero que vale mucho. No es lo mismo, por ejemplo, conducir un automóvil en una ciudad en donde el 85 % de la gente respeta las normas de tránsito que en una en donde ese porcentaje es del 99,9 %. Esa es la diferencia entre Bogotá y, digamos, Bruselas. No sólo es menos estresante y menos peligroso conducir en Bruselas, sino que, paradójicamente, es más eficiente: cuando todos quieren llegar primero y se atropellan entre sí, todos llegan más tarde.

Ahora bien, la gran mayoría de las personas cumple con las normas. Los colados en el Transmilenio de Bogotá pueden representar alrededor del 12 % de los usuarios, lo cual significa que casi el 90 % respeta las normas. Los incumplidores son pocos, pero afectan mucho el buen funcionamiento del sistema. Si esto es así, ¿cómo se explica que no prospere una cultura de defensa del bien público? ¿Una defensa de lo que casi todos hacen? ¿Cómo es posible que la gran mayoría no reaccione cuando se atenta contra sus propios intereses, contra lo que le pertenece? No es fácil responder a estas preguntas porque hay muchos factores que inciden en este resultado: la mala calidad del servicio, la ausencia de buenas campañas de educación y de cultura ciudadana, etc.

Esto último (las campañas) es particularmente importante: a la gente que cumple hay que mostrarle que está en mayoría y que defender los bienes públicos es asunto suyo, algo que le interesa. Las campañas punitivas, por sí solas, son menos eficaces que las campañas de construcción de confianza. El policía es menos eficiente (y más caro) que la campaña publicitaria. El problema es que en este país los publicistas saben vender jabones o gaseosas (cosas visibles), pero no tienen ni idea de cómo vender cultura ciudadana. Pero esta es otra historia.

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