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EN LA DÉCADA DE LOS SETENTA UN grupo de economistas sostenía que, en ciertas etapas del desarrollo de los países, la corrupción no sólo es inevitable sino que es una especie de enfermedad benéfica; una suerte de fiebre social que puede ser necesaria para lograr la modernización.

EN LA DÉCADA DE LOS SETENTA UN grupo de economistas sostenía que, en ciertas etapas del desarrollo de los países, la corrupción no sólo es inevitable sino que es una especie de enfermedad benéfica; una suerte de fiebre social que puede ser necesaria para lograr la modernización.

EN LA DÉCADA DE LOS SETENTA UN grupo de economistas sostenía que, en ciertas etapas del desarrollo de los países, la corrupción no sólo es inevitable sino que es una especie de enfermedad benéfica; una suerte de fiebre social que puede ser necesaria para lograr la modernización.

Algo parecido decían algunos politólogos, entre ellos el célebre Samuel Huntington, quien afirmaba que la corrupción y la violencia son el resultado de un rezago institucional respecto del desarrollo económico y que, siendo ésta claramente preferible a la violencia, algo de corrupción puede servir para desbloquear el sistema y avanzar hacia la modernización.

Estas ideas fueron radicalmente refutadas por investigaciones que mostraron cómo la corrupción producía sobre todo efectos perversos, no sólo en la economía sino también en las instituciones.

En Colombia ningún investigador ha sostenido que la corrupción tiene efectos benéficos sobre el desarrollo. Sin embargo, aquí tuvimos al inefable Julio César Turbay Ayala, presidente de la República, que no tenía la menor idea de lo que decían aquellos autores de los años sesenta, pero que pensaba algo parecido y lo expresaba diciendo que en Colombia había que “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. Al afirmar esto Turbay no se inspiraba en el desarrollo económico o en la modernización, sino en algo incluso más valioso: la equidad social. En una sociedad tan jerarquizada y desigual como la colombiana, pensaba Turbay, el clientelismo y la corrupción son prácticas que crean cierta justicia social, pues permiten que los más pobres accedan a recursos que en principio sólo están reservados para los ricos. Lo que no tenía en cuenta el señor presidente es que la corrupción empobrece a la sociedad entera y obstaculiza el desarrollo económico; por eso, a la larga (término que ya se cumplió) con la corrupción todos terminan perdiendo.

La defensa que Turbay hacía de la corrupción, más que un disparate (como siempre se ha dicho), era el producto de su agudo sentido político, el cual le permitía ver cómo una buena parte de los colombianos (entre ellos él mismo) no sólo toleraba la corrupción sino que veía en ella, en un país en donde el ascenso social está casi bloqueado, una manera de hacer justicia.

Dicha tolerancia es sobre todo visible en el mundo de la política y en la manera clientelista como ésta opera. La corrupción no es una perversión del clientelismo. Al contrario, como lo revela el reciente escándalo del carrusel de la contratación en Bogotá, el intercambio ilegal de favores forma parte de su misma esencia. Es cierto que no todo lo que es clientelismo es corrupción, pero pretender que en un país dominado por el clientelismo no exista corrupción es como tener gripa y pretender estar libre de malestar corporal.

Ya nadie tiene esa sinceridad cínica que tenía el presidente Turbay Ayala. Pero son muchos los que calladamente siguen creyendo que la corrupción es un mecanismo para hacer justicia social por mano propia, o que no hay nada de malo en robarle plata al Estado, tal como lo enseña el célebre proverbio, “ladrón que roba a ladrón, cien años de perdón”. Es esta tolerancia, ya no cínica sino solapada, de la mayoría de la clase política, la que hace tremendamente difícil la lucha.

El presidente Turbay Ayala desconocía los secretos de la economía y de la ciencia política, pero sabía muy bien que en Colombia la corrupción es una norma social que tiene más fuerza vinculante que la constitución misma.

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