La democracia colombiana en las calles
Vivian Newman Pont mayo 25, 2021
El comité del paro ha presentado 7 puntos de dimensión variable para negociar con el gobierno. Algunos puntos son concretos como mejor vacunación, renta básica de un salario mínimo legal mensual, susbsidios a las pequeñas y medianas empresas, matrícula cero y no a la alternancia educativa o a la fumigación con glifosato. | AP Photo/Andres Gonzalez
Frente a la violencia en las protestas, el gobierno y los líderes políticos, así como los líderes sociales, debemos promover como paso previo un desescalamiento, poniendo los derechos humanos en el centro del manejo de la crisis
Frente a la violencia en las protestas, el gobierno y los líderes políticos, así como los líderes sociales, debemos promover como paso previo un desescalamiento, poniendo los derechos humanos en el centro del manejo de la crisis
A pesar de que las protestas han venido aumentando en Colombia desde los años noventa, con la firma de los acuerdos de paz en 2016 se ha sentido un pronunciado crecimiento. Hasta entonces, salvo contadas excepciones, las marchas estaban estigmatizadas como infiltradas por la guerrilla, lo que las limitaba a presencia de sindicatos, universidades públicas, población lgbti y trabajadores informales, excluyendo a otras minorías con reclamos legítimos y a una inmensa sociedad indiferente. Ahora, gran parte de la sociedad colombiana ha incrementado la expresión pública de sus inconformidades y el gobierno, desconectado de las calles, no ha sabido entender ni manejar la nueva democracia.
¿Se garantiza la protesta social en Colombia?
En los últimos tres años ha habido tres ciclos de manifestaciones nacionales muy representativas de la inconformidad ciudadana, y en cada una de ellas las marchas han sido reprimidas desproporcionadamente por la policía. En el 2020, la Corte Suprema de Justicia emitió un fallo frente a una demanda de tutela a la protesta, justo en el segundo ciclo, cuando un par de policías dieron muerte con un taser a un ciudadano, en un cuadro similar al de George Floyd en EEUU. En su decisión, la Corte garantizó el derecho a la protesta, al tiempo que exigió “conjurar, prevenir y sancionar la intervención sistemática, violenta y arbitraria de la fuerza pública en manifestaciones y protestas”. El tercer ciclo lo estamos viviendo con este paro, convocado desde el 28 de abril por el mismo comité del 2019, en el que hemos constatado que la respuesta por parte del gobierno nacional no solo ha sido desacertada, al desconocer la fuerza del clamor popular, sino que ha evidenciado su incapacidad y su tinte autoritario al tratar de mantener el orden público. Ya el Tribunal abrió un incidente de desacato contra las autoridades a cargo de garantizar la protesta.
De dientes para afuera, el gobierno reconoce la protesta pacífica, siempre que no cause disrupción, pero la estigmatiza en sus discursos en los que prevalecen las menciones al vandalismo y a la infiltración de marchas por supuestas disidencias de guerrillas y narcotráfico. Es cierto que en algunos municipios las marchas se han acompañado de violencias excesivas y condenables, pero tradicionalmente la protesta en Colombia ha sido pacífica (desde 1975 hasta 2016 sólo se ha evidenciado 4% de violencia). En esta ocasión, el gobierno no ha sido capaz de aislar esos focos de violencia en las protestas pacíficas, siendo responsable directa o indirectamente de más de una treintena de muertos, decenas de desaparecidos y cientos de heridos en veinticuatro días de protestas. Las violaciones a derechos humanos han sido múltiples y muy graves, generando una crisis sin precedentes.
La precaria representación y la fracasada participación
Si el derecho a la protesta no ha podido arrancar, las otras formas de participación e incluso de representación en el gobierno han sido precarias. El gobierno del presidente Duque no ha sido precisamente un gobierno plural. El gabinete ministerial, al igual que varios nombramientos claves que deben ser independientes, se han venido componiendo casi que de forma cerrada por amigos y compañeros universitarios y de partido del presidente. Cuando estallaron las marchas por la reforma tributaria renunció el ministro de Hacienda, pero su viceministro, redactor de la reforma, pasó a ser el ministro de Comercio Exterior, y el ministro de Comercio Exterior pasó a ser el ministro de Hacienda. Ante la crisis que atrajo los ojos de la comunidad internacional, la canciller renunció y fue reemplazada por la vicepresidenta. Evidencias de un gobierno endogámico.
Por otra parte, tanto la Constitución de 1991 como el acuerdo de paz que se firmó con la ex guerrilla de las FARC en 2016 buscaron crear mayores mecanismos para garantizar una democracia participativa y pluralista, pero varias de estas promesas se han incumplido. El fracaso de las consultas populares para evitar la imposición de industrias extractivas en algunas regiones y la muerte de más de 900 líderes sociales desde que se firmó el acuerdo de paz han generado un cerramiento del espacio de participación ciudadana que exige una válvula de escape en las calles. Adicionalmente, los últimos gobiernos, y el actual en particular, no han sido proclives al diálogo con la ciudadanía y al uso de canales de inclusión para involucrar a diferentes sectores de la población en la formulación, ejecución y monitoreo de políticas públicas.
Los reclamos ciudadanos del 2021
La gota que rebasó la copa de la ciudadanía colombiana fue una propuesta de reforma tributaria y fiscal que el gobierno radicó en el Congreso sin cálculo político. La reforma ofrecía apoyar algunos programas sociales y ayudas a las pequeñas y medianas empresas, además de impuestos verdes, como caramelo para el golpe que significaba el aumento de IVA a servicios públicos como el agua y a servicios funerarios, en medio de la pandemia del covid-19 con 500 muertos diarios. Sobre todo, la reforma pretendía, en un mal momento, aumentar la base tributaria en sectores de clase media, sin ofrecer aumentar sensiblemente el cobro de impuestos o reducir las exenciones de los sectores muy ricos.
El estallido social lleva 24 días[1], a pesar de que el presidente retiró la reforma tributaria, el ministro de Hacienda renunció y la reforma de salud se hundió. Y continuarán las marchas porque el problema de fondo es mucho más grave. Los reclamos recogen tensiones acumuladas de años por razones económicas, como el alto nivel de pobreza (42% de la población se va a dormir con algún grado de hambre y un millón está en pobreza extrema según constató el Departamento de Estadística hace unos días) y por razones sociales en las que Colombia se lleva el triste premio en la categoría de uno de los niveles de desigualdad más altos de la región (0,544 de GINI) sin lograr redistribuciones efectivas. Si le añadimos que una de las razones históricas para protestar es el incumplimiento de pactos previos, habrá discordia para rato.
El comité del paro ha presentado 7 puntos de dimensión variable para negociar con el gobierno. Algunos puntos son concretos como mejor vacunación, renta básica de un salario mínimo legal mensual, susbsidios a las pequeñas y medianas empresas, matrícula cero y no a la alternancia educativa o a la fumigación con glifosato. Hay sin embargo unos reclamos más genéricos, como la defensa de la producción nacional y la no discriminación de género, diversidad sexual y étnica que serán más difíciles de tramitar.
A los reclamos, se les suma la necesidad de reformar a la policía para evitar los excesos y violaciones que diversas ongs y periodistas están documentando. Además, las causas de la inconformidad actual se enredan con la pérdida de confianza en las instituciones ya sea por impunidad, corrupción o incumplimientos (por ejemplo, según el último informe del Instituto Kroc, casi el 60% de las disposiciones del acuerdo de paz estaban en fase mínima o no habían iniciado) y se exacerban en una cultura de incumplimiento ciudadano de reglas que nos acompaña y un mercado gigante de armas que se nutren del narcotráfico. El coctel inflamable está creado.
¿Qué hacer?
Frente a la violencia en las protestas, el gobierno y los líderes políticos, así como los líderes sociales, debemos promover como paso previo un desescalamiento, poniendo los derechos humanos en el centro del manejo de la crisis, tal y como lo ha promovido Rodrigo Uprimny. Todos debemos condenar toda violencia, incluídos los abusos policiales y en especial el gobierno que es el responsable del mantenimiento del orden público. De esta manera evitaremos cualquier salida autoritaria. Los órganos de control deben asumir con independencia su rol de investigación y rendición de cuentas y la comunidad internacional a través de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (650 organizaciones internacionales solicitamos una visita), las Naciones Unidas y la cooperación internacional deberían poner sus ojos en Colombia.
El siguiente paso es el de un diálogo efectivo en dos niveles. El primer nivel es el de quienes han llamado al paro. Si la reforma tributaria fue la chispa que encendió la llama, debemos atender los reclamos socioeconómicos del comité del paro y hacerlo con atención en la voz de estudiantes, indígenas, afros y sindicalistas que lo componen. Pero como el comité del paro no es el único protestando, los grupos de estudiantes, jóvenes, desempleados y mujeres que marchan y exigen ser oídos, también tienen protestas que debemos escuchar en asambleas o cabildos abiertos para recoger su inconformismo y ofrecer políticas públicas incluyentes como respuesta.
Finalmente, bajo una visión amplia y garantista, la inconformidad no se atiende con la fuerza, sino con la política. El gobierno debe negociar de manera real y efectiva con el congreso, quién también debe ofrecer soluciones viables, de suerte que logremos un diálogo amplio cuyo resultado conjugue diferentes fuerzas y ofrezca un trámite sólido en políticas públicas y normas que restablezcan al actual Estado debilitado. Esto es urgente para evitar que todo siga igual o, peor aún, que la violencia se agrave, impida el ejercicio de la democracia y el Estado social de derecho se fracture definitivamente en Colombia.